Lo siento, pero no me animo a escribir sobre temas manoseados. La opinión global trasteó tanto a Bolsonaro que no bien gana las elecciones luce ya ajado. Las pasiones han estado tan crispadas que quien no se refiere a él de forma aprensiva o desdeñosa es víctima del bullying o de la sospecha. La misma historia de Trump a otra escala. Tampoco dudo que esta introducción motive a algunos a abandonar la lectura y a señalarme tempranamente con el dedo de los prejuicios.
En los análisis de estos fenómenos siempre guardo reservas, convencido de que hay piezas perdidas, escondidas o marcadas por los intereses; total, en la política, como ciencia de las estrategias y conveniencias, no hay valores absolutos, cuentas exactas ni realidades puras; prefiero ser prudente y esperar que el futuro hable. Por lo pronto, la mayoría de los brasileños decidió romper con su pasado reciente para abrirse a nuevos umbrales, presagiados por muchos como apocalípticos. Sin embargo, pienso que más inquietante que el triunfo de la ultraderecha lo fue la derrota del socialismo obrero. Optar por una propuesta tan rabiosamente negadora de su legado, como la encarnó Bolsonaro, fue una muestra patente de que en Brasil votó mayoritariamente el cansancio; se impuso la ruptura de manos de quien la proclamara con más insolencia y en eso Bolsonaro no tenía rivales. La crisis económica detonó ese desencanto.
Durante esta semana las páginas de opinión de la mayoría de los diarios del mundo harán interesantes disecciones forenses a la derrota del Partido de los Trabajadores. Las versiones ya abruman. Los reportes traerán todas las causas y una más. No quiero agregar otra ni darle eco a las que ya circulan. Me provoca, sin embargo, pensar en una de las tantas moralejas paridas por este convulso proceso: las sensibilidades económicas de la política.
Uno de los resortes estabilizadores de la política es la bonanza económica; mientras el dinero circula, los precios se mantienen y el empleo crece a la gente no le seduce la idea del cambio. Se torna conservadora, pasiva y hasta indulgente, con el temor de que cualquier decisión política pueda alterar innecesariamente su cuadro de vida. Ese factor se potencia cuando las instituciones son frágiles y las políticas públicas quedan abandonadas al capricho autoritario de los que gobiernan.
Por preservar tal condición los pueblos les dejan pasar a los gobiernos muchas liviandades, convencidos de que para un desconocido un mal conocido. Esa verdad, entre muchas, sustentó a los gobiernos de izquierda que dominaron el mapa geopolítico del subcontinente durante las últimas dos décadas. Los años dorados de la estabilidad económica los elevaron al paroxismo político gracias a dos factores externos: la expansión del mercado chino en la región y las históricas cotizaciones del crudo. Las reservas en divisas generadas por las exportaciones de minerales y materia prima a China por las principales economías sudamericanas fueron astronómicas, hasta el punto de que en el 2015 el 25 % por ciento de la importación agrícola china procedía de la región. Brasil, por su parte, consolidó su posición como primer socio comercial de los países del cono sur en el mercado interregional.
La historia abandonó el ensueño. Los precios internacionales de los rubros agrícolas y minerales cayeron; la economía china, desacelerada, sufrió cambios cíclicos y estructurales que implicaron la sustitución de un modelo basado en la inversión y en las exportaciones a otro de consumo; las caídas de los commodities agrícolas y los procesos de devaluación monetaria e inflación cambiaron el relato. Hoy, por ejemplo, Brasil tiene casi trece millones de personas desempleadas, un revés dramático en las políticas sociales, un crecimiento económico irrelevante, una economía burocratizada y colocada en los puestos medios de las economías del mundo para hacer negocios.
Es entonces cuando los pueblos reaccionan políticamente. En esa lógica es seguro que si el precio internacional del barril del crudo alcanzara los cien dólares, como se mantuvo por mucho tiempo durante los mandatos de Chávez, hoy Maduro fuera el majadero más admirado y aún sus chistes desabridos fueran celebrados. Lo mismo pasaría con Lula, si no hubiese estado inhabilitado, solo por el recuerdo de sus años de gloria.
La sociedad dominicana tampoco se sustrae a esa tendencia. Los estamentos bajos y altos han preferido al PLD en el poder para mantener, en sus particulares contextos, los estándares de seguridad económica que le han garantizado sus gobiernos como estrategia de dominación. El riesgo de la pérdida de los subsidios (para la amplia base social) y la eventual afectación de sus consolidadas relaciones con el poder (para una parte del gran capital) han condicionado severamente sus reacciones políticas, matizadas por el acatamiento y la complacencia. Ellos saben que la corrupción rebosó la racionalidad, que el PLD ha pervertido al Estado como razón política, que sus gobiernos han concentrado y manejado abusivamente las instituciones públicas y que han hecho de la corrupción una cultura de Estado. Sí, pero no quieren asumir los riesgos de la disensión; es más cómodo sacarles provecho a sus omisiones.
Los sistemas populistas no son económicamente sostenibles: son trogloditas con el gasto público, reparten hasta lo que no tienen, se endeudan sin contenciones, no gestionan con sentido racional sino emotivo, no planifican políticas ni planes de desarrollo, rechazan las concertaciones, inducen los grandes proyectos de infraestructuras para retribuir los apoyos privados con comisiones y contratas, compran la adherencia, promueven la movilidad burguesa de su dirigencia, crean estructuras oligopolistas y plutocráticas, pierden su identidad e historia y tarde o temprano colapsan.
Pero mientras haya golosinas no termina el cumpleaños. En nuestro caso las perspectivas son perturbadoras: no tenemos plataformas productivas autosuficientes; nuestro modelo económico, basado en servicios y consumo, es muy frágil y dependiente del clima social. Lo que está haciendo el PLD es repatir el futuro ahora y entre su gente. Nuestra participación y la de nuestros nietos es pagar la cuenta. Una deuda que se hace inmanejable. Creo que llegará el momento cuando la macroeconomía no sirva como argumento político y el Fondo Monetario Internacional recomiende la dolorosa quimioterapia: recorte de subsidios (abajo), presión tributaria (arriba). Entonces empezarán a molestar los vicios consentidos al gobierno, hasta los más menudos. Los amores terminan en los bolsillos. Le tengo pena a quien le toque en el 2020: pagará los platos rotos y lavará los sucios. Entonces los líderes del PLD dirán que solo su partido sabe gobernar. ¡Ay, Maquiavelo!