Buscando el regalo para los padres, un impulso me llevó hasta una librería. A mí me emociona comprar libros. Los pasillos de las librerías guardan un misterio que me cautiva. No tengo una explicación lógica para ello, pero me pasa.
No sólo porque escribo, una de las cosas que más disfruto en la vida, los libros para mí siguen guardando un valor precioso. Regalarlos y recibirlos.
Será quizás porque a mí me gustan los regalos con sentido y con sentimientos. Compro detalles porque pienso en esa persona o porque se me parecen a ella. Igual con los libros. Y en esos detalles del Día de los Padres, no me equivoqué. La reacción de mis seres queridos, reivindicó aquel impulso.
Además, salí de ahí con libros para mí, entre los que reparto mi emoción, mi entusiasmo y mis noches.
Una semana después, pasó la verdadera magia. Mi entusiasmo con un libro de Neruda contagió a una buena amiga que quiere retomar el hábito de la lectura.
Y como el cariño obliga, compartí con ella lo que a mí con los años me ha funcionado. Sobre todo después de los hijos cuando el tiempo libre se vuelve escaso y los días se reparten entre grandes responsabilidades.
Mi compromiso empieza en la librería. Una tarde sin tiempo, sin prisa, me pierdo entre libros. Uno siempre tiene sus autores favoritos y algún título siempre hay pendiente por leer. El que te de nota, ese será. Como el amor cuando engancha en el primer encuentro.
Leo en las noches, como para esperar a Morfeo lista, como quienes nos ponemos colonia para dormir bonito.
Con mucho esfuerzo, he ido sustituyendo el celular en la espera. En lugar de mirar fotos en Instagram o leer mi gente en Twitter, avanzo un par de páginas del libro. Nada fácil vencer la tentación, pero después que el libro te engancha, deja de ser un sacrificio.
Físicos o digitales, el asunto es leer y alimentar el alma.
A mí me siguen gustando mis libros físicos. Para mí, un libro sigue siendo una expresión de amor. Desde que nace en el corazón de un escritor hasta que brota de las vísceras de hierro de una imprenta.
Escribirlos, leerlos, tocarlos, regalarlos, recibirlos. Y si le presto un libro de los míos, asúmalo como un verdadero acto de entrega en el que le encargo una parte de mi corazón para que lo lea, lo cuide y tengamos siempre el pretexto de vernos para que me devuelva el libro.