Era triste esta mujer, trágica y bella, en cuya

frente asomaban extraños presagios, como nubes de

tempestad y de locura.(Mariano Lebrón Saviñón.)

 

A Rosa Lebrón Saviñón de Anico  (1929-2014), In Memoriam,

primera lectora de este texto .

El signo de la muerte en Altagracia Saviñón [1]

[Altagracia, centro de su mundo, atrae hacia sí -de manera fría- la compleja extrañeza de saber morir supremamente de manera íntima. A veces,  regresa de la insensibilidad, de la incertidumbre simbólica, de la inesperada soberanía (“…el poder del artista es siempre grande, él sólo puede dominar las almas y en ellas despertar negros pesares”).

[Oculta de regreso, de su mundo,  se revierte en sí;  canta sonámbulamente en tiempo de sus demonios, en el trayecto que la empuja a la sobrevivencia, a las nocturnas puertas de la angustia justificada, alrededor del fin, de la solitaria decisión de quemar el vaivén de su reflexión, los rumores de las horas, el abismo que mantiene junto al perjurio y a la multitud que figura dispersa en el pretexto de existir (“…de mi propio dolor compadecida parecióme mi vida un gran desierto…” ).

La muerte, a veces, una la cree un mito, un tránsito que despoja a una de sí misma. No obstante, la muerte es para salvarnos de la nada en la epopeya supra terrestre, en la unidad que se recobra al cierre del círculo.

Para Saviñón la muerte fue la magnificencia de la nostalgia, la impronta soledad del vértigo de la finitud, porque comienza en la quietud febril, en la exaltación de la palabra interior, en la acusación al desnudo de la memoria.

Creo que el rasgo esencial de su obra  es su expresión accesible al mito del instante lírico, como reanimación del lenguaje que se conoce para recobrar de la angustia el fasto origen de la civilización despojada de toda cultura, de la armonía clásica que nos invita a la mística exaltación de la belleza.

Ningún análisis sobre la poética de  esta mujer  puede obviar el reconocimiento de sus presentimientos kafrianos, el progresivo movimiento de su yo excitado contra sí. Al parecer, ella no tiene una historia íntima ordenada y, como modernista,  su sensibilidad superior no está satisfecha.

El tema de sus versos  está en pugna con su vaga y confusa vida, con el espanto de volver a los fantasmas de la inocencia “… y al doliente gemir del océano…”). Si se analiza su escritura en búsqueda del enigma que guardó, no será suficiente ser una testigo excluida o merodear alrededor de su inaccesible corazón.

Escribiendo sobre ella, reafirmo mi placer astuto de invadir los vuelos, los saltos, los sobresaltos de sus atrevimientos lingüísticos, de su narración poética enumerativa, sintética, característica de una poeta que posee un guión divino para hacer de su obra un diccionario excepcional de observación que clarifica la curiosidad velada, los conjuros de la inmensa y atrayente contradicción de la posteridad inacabable.

¿Cuál virtud puede ser leída, retenida desde adentro en Saviñón, que no sea su tristísima herencia nietzscheana de sentir la pasión como una histeria estéril, cuyo eco indistinto y metafísico es otorgado por la ironía que toda mujer lleva inasible consigo, particular, sensual, que despierta de la pasividad y restituye del olvido, del rigor de los incidentes o la inserción movediza de las nodrizas?

Leerla es abrir, póstumamente, al mundo, al final del siglo, el carácter autobiográfico de esa desgracia compartida que llevamos dentro muchas mujeres como accesorio ennoblecido a las ilusiones, al utópico exceso de consumar el amor.

Tal vez, de ese estado maravilloso de conciencia valeriana, del que todas somos unas supervivientes románticas, Saviñón rechazó su realización y conservó conmovedoramente sólo una tarde goethiana, una oculta e incisiva quimera en preparación para su suicidio idílico: su viaje a la disolución de su pasión en otro lugar, que acaso en mucho tiempo no tendrá una forma corporal ni despierta a la aridez del presente en su errante “amor-éxtasis”.

Siento que Altagracia Saviñón estuvo vestida por una fúnebre interrogante, apostando a la decepción, a la insinuada desesperanza, a la orilla del vacío, a la encarnación melancólica y paradójica de una nueva clave para entender la manifestación del espíritu moderno en su alianza con la obsesión romántica de la muerte.

La serenata de Schubert [2]

(Altagracia Saviñón/A Max Henríquez Ureña)

 

Las notas del pesar hirió el artista,

y al doliente gemir del océano

su música divina habló a mi alma

ese lenguaje trágico

que en noche triste hablaron al poeta

la virgen muerta y el callado piano.

 

Sollozaban las notas en el éter.

En mi alma el dolor siempre vibrante

sólo espera que un eco lo despierte

y ese eco fue tu piano; delirante

lo sentí palpitar, clavar su garra,

que el poder del artista es siempre grande:

él sólo puede dominar las almas

y en ellas despertar negros pesares.

 

De una ilusión perdida cada nota

semejaba, al vibrar, la despedida;

y al continuo surgir de amores muertos,

de mi propio dolor compadecida,

parecióme mi vida un gran desierto

mi alma una tumba solitaria,

un páramo sin luz donde el Ensueño

al rudo batallar quebró sus alas,

un sepulcro muy frío y muy oscuro

En donde muerto el Ideal estaba.

 

Y tú sufrías también; en cada nota

una queja de tu alma se exhalaba:

era el dolor que en flores de armonía

sobre el blanco marfil se deslizaba.

 

No sé qué ocultas penas,

con tu música mística expresabas,

mientras el mar gimiendo allá a lo lejos

con dolientes murmullos contestaba.

 

Yo sólo sé que tu dolor tan grande

me pareció de mi dolor hermano,

cuando hablaste a mi alma aquella noche

ese lenguaje trágico,

que en hora triste hablaron el poeta

la virgen muerta y el callado piano…

NOTAS

[1]  Altagracia Saviñón (Tatá) nació en Santo Domingo el 23 de septiembre de 1882 y murió en el manicomio “Padre Billini” el 23 de diciembre de 1942: “entre muros de cal y canto en cuyas oquedades temblaban palominos entre arrullos tortoleares. En una celda de sólida reja…. “. (Mariano Lebrón Saviñón). Por su parte, Antonio Zaglul refiere en su ensayo “En las Tinieblas de la Locura”, en Isla Abierta (Santo Domingo: 19 de marzo de 1988), 7: “Así fue la trágica vida de la que pudo ser nuestra más eximia poetisa. Su mundo poético se convirtió en un mundo alucinante, delirante, disgregado. En las tinieblas de su locura, un grave proceso esquizofrénico irreversible que la llevó inexorablemente a una vida del color de la esperanza muerta”.  Se dice de ella que fue maestra en una escuela de párvulos y que gustaba de tocar el piano.

 

[2] Reproducido de: R .E. Sanabia, Nuestras Mejores Poetisas (Santo Domingo: Roques Pomán Hnos., eds.: 1928), 21-23.