Hace años que salió de República Dominicana y al mejor estilo de un Marco Polo moderno llegó hasta China. A golpe de audacia se hizo camino en una cultura totalmente distinta, lejos de su familia, su casa y sus amigos.
Dominicana es su tierra pero ya ha hecho de China su hogar. Sus ojos grandes canelos y las pestañas largas rizadas son la sensación de este lado del mundo. Dejó de llamarse Cristian y ahora se llama John porque como a los chinos les cuesta pronunciar la erre, él en un acto de nobleza y para no complicarse la vida se la puso fácil con John.
Con un mandarín fluido, que se debate sin dificultad entre el español y un inglés perfecto. Uno lo escucha y dan deseos irremediables de aprender mandarín. Íbamos en un taxi camino a la estación para tomar un tren y conocer el centro de Beijing y en el trayecto nos contó su vida y sus aventuras.
Yo, fascinada de conocer a alguien tan libre, él es la expresión del sano desapego con el que uno debería vivir. Fiel a sus raíces pero sin dolor a desprenderse de lo material para alzar vuelo a donde mande el alma. John no negocia la felicidad. “Yo vivo, no sobrevivo”.
Para él parte de su vida también han sido los estudios. Con menos de 30 años es profesor y va rumbo a un doctorado.
Con una filosofía de vida hermosa pero muy real. Y un nivel de practicidad que no deja espacio para complicaciones.
Frente a John me sentí chiquita, ilusionada, como cuando conoces a alguien y piensas “cuando sea grande quiero ser como él”. Me sentí también dichosa de conocerlo y que compartiera su historia conmigo.
Con él, recordé a mis hijos y dentro de mí renové el compromiso de esforzarme por criarlos libres, me recordé a mi misma que ciertamente ellos son un dulce préstamo que la vida me concedió.
John es de esa gente libre, sin miedo a perderse y que vive con arrojo pero que mantiene la empatía por el mundo. De esos personajes aventureros que uno cree que no existen más que en películas, pero que sí, que como John son reales. Con él confirmé que los miedos se vencen enfrentándolos, atreviéndose.
Esa gente como él que se desafía constantemente a sí mismos, no se ponen límites y por eso sueñan en grande. Así me lo dejó saber cuando le pregunté si regresaba a vivir a Santo Domingo y lleno de seguridad me afirmó “Sí, regreso para ser canciller”.
Lo mejor es que le creo y que si se cumple su sueño, apuesto que será tremendo canciller.
Pasadas las 3 de la mañana en el corazón de Pekín, John se despidió con el compromiso de volver a vernos cada vez que vaya a Dominicana y con la condición de que si el avión me deja, también tengo una casa y un amigo en la ciudad donde vive.
El día se hizo corto y yo, contagiada por su desenfado, aprendí palabras bonitas en mandarín y esa noche dejé de llamarme Paola y me convertí en “Claire, from Michigan”.