Arraigo y desarraigo: ¿no discurren entre estos dos polos de la poesía de Alexis Gómez–Rosa y la visión que ella nos da? Alexis Gómez–Rosa está en el mundo como si estuviera fuera de él; pero el mundo no le parece una falacia o una irrealidad: es una herida, un padecimiento, a la vez, que una fiesta y un desengaño. Se está en el mundo pero sin habitarlo de verdad; así, para habitar “en él” hay primero que estar “contra él”, cambiarlo.
Esta dialéctica del “en” y el “contra” rige gran parte de la experiencia de Alexis Gómez–Rosa y especialmente la del lenguaje: en y en contra el lenguaje, el suyo es la búsqueda por habitarlo. De suerte que su idea sobre la “manera de decir” como clave del poema cobra un sentido más complejo y profundo: no se trata de la voluntad de estilo, sino, de la voluntad de estallar todo estilo.
En efecto, lo que preocupa a Alexis Gómez–Rosa no es el estilo sino el lenguaje mismo; el mundo que se pierde o se redime por el lenguaje. De ahí el presentimiento de uno de sus poemas, como signo de un auténtico gozo y desesperación:
Noches de ofrenda y aquelarre.
Mientras acciono saliva y engorda
mi ansiedad/mientras me lavo mis cinco
sentidos (Opio… pág. 49).
Uno de los rasgos dominantes en la literatura contemporánea –ya esto ha sido dicho mil y una vez– es el debate con y contra el tiempo. El tiempo, subrayemos lo esencial, como sucesión. Es obvio que una obra que encarne ese debate debe encarnar también una nueva escritura: la ruptura con el discurso, que, como tal, no puede ser sino discurso temporal. Lo importante, sin embargo, es llegar a precisar dos cosas: por una parte, hasta donde llega esa ruptura y si ella hace posible una recomposición de la obra en sí misma; y, por otra parte, hasta donde la obra trasciende su debate con el tiempo y logra una verdadera liberación.
En la obra de Gómez–Rosa, por ejemplo, domina la incertidumbre de la vida: una suerte de ensimismamiento, irresolución y perplejidad dubitativa frente al tiempo. En su primer libro Oficio de post–muerte (1973), se trata el tiempo de la caída, en su sentido ontológico, y del escepticismo, que ejemplifican los poemas de las páginas 45, 48, 53, 87, entre otros.
En su libro New York City en tránsito de pie quebrado, Premio de Poesía de Casa de Teatro del año1990, y en gran parte de sus poemas posteriores, el tiempo es una doble enajenación: social y histórica y a la vez metafísica. Todo su intento no es simplemente el de querer negar la muerte sino el de darle un sentido: morir de vida y no de tiempo, como dijoVallejo.
El tiempo es monotonía, vacío, carencia de intensidad y esto, por supuesto, contamina su experiencia del presente. Gómez –Rosa, en verdad, no vive en el presente porque quiere trascender la prisión que es para él; de ahí que lo modifique continuamente.
A través de la memoria busca un pasado primordial e incorruptible: la infancia, el barrio, la ciudad, el hogar vistos en una suerte de ebriedad dionisíaca.
La ebriedad dionisíaca es inseparable de la fiesta, que no pone reparos ante la posibilidad que en el seno del goce irrumpa el dolor o el espanto. En la fiesta dionisíaca se cobija el ánimo hospitalario, ese impulso que, aun sin excluir la porfía y la competición, el espíritu agonal, respeta al contrincante y celebra conjuntamente la existencia tanto en su faceta lóbrega como luminosa.
Nietzsche ha dicho: “La naturaleza exuberante celebra sus saturnales y sus exequias…los dolores despiertan placer, el júbilo arranca del pecho sonidos llenos de dolor. El dios o lusios (liberador), ha libertado a las cosas de sí mismas, ha transformado todo”. Ebriedad, fiesta, reconciliación con la naturaleza y la humanidad en el seno de la danza, el canto y la música.
Vivir en el tiempo como presente ¿no implica alcanzar el grado más alto de intensidad temporal? ¿No supone también resolver la dualidad que subyace en la concepción de Gómez–Rosa? Vivir el tiempo como presente, es ya no estar en el tiempo, como si éste fuese ajeno a nosotros, sino “ser el tiempo mismo”, como diría Machado.
Estas críticas de Gómez–Rosa, aparte del gusto estético, corresponden por supuesto a una determinada visión del tiempo. Gómez–Rosa no es un simple historicista; no concibe el tiempo como una extensión que va progresando a través de una serie de puntos. Es más bien un bergsoniano: el tiempo como una continua duración y como una unidad indisociable; estamos en el tiempo y no podemos substraernos a él. Pero si bien el tiempo no es mera cronología sino sobre todo experiencia psíquica, el presente o el instante nunca llega adquirir –ni en Gómez–Rosa ni en Bergson– su propio relieve, no tiene sentido sino en el flujo mismo de la duración. Gómez–Rosa, podría decirse, vive en el tiempo, pero no en el presente.
Su obra ¿no sería, más bien, una búsqueda del tiempo “pasado”, aunque no “perdido” del tiempo como fugacidad? Pero, además, aunque se rebela contra la “lógica” en los dominios del arte, no parece curarse de emplearla en su propio provecho: todo lo que no está en “su” noción está “fuera” todo tiempo, en una intemporalidad vacía; todo lo que no participa de “su emoción”, deriva en frialdad intelectual. Sin embargo, la nueva poesía con la que Gómez–Rosa está de acuerdo, no busca esa intemporalidad, sino, simplemente, vivir en el presente, en el instante.
Alexis Gómez–Rosa, se acoge, también, a lo que él llama “despojo apolíneo” (Me agita, zumbador, el mundo bacanal/de los sentidos, Si Dios quiere y otros versos por encargo, Premio Nacional de Poesía, 1992), y la libertad a través de la ruptura con la lógica de la realidad; y, a los poderes de la imaginación, cuya función es semejante a la de la memoria: la nostalgia y el rescate de lo original.
Finalmente, en sus poemas sobre lo urbano, Gómez–Rosa tiene acceso a una visión utópica: la trascendencia de la historia mediante un nuevo orden cósmico y revolucionario, y el advenimiento de un mundo regido por el erotismo y la fantasía. Gómez–Rosa intuye un tiempo distinto, sin lograr del todo escapar de la angustia de la sucesión, ni mucho menos liberarse.