(A propósito del XVII Premio de Poesía Emilio Prados de Valencia, España)

El poeta transforma la realidad en gozo. Desde el entorno de la infancia hasta la madurez de su realidad inmediata. Estas ideas aluden a la poesía de Alejandro González Luna (Santo Domingo, 1983), quien  obtuvo el XVII Premio de Poesía Emilio Prados de la ciudad de Valencia, España, con su libro “Donde el mar termina” (2017). Hito poético importante para la difusión y el mayor desarrollo de la poesía dominicana. En el año 2012 uno de nuestros más destacados poetas, dentro y fuera del país,  José Mármol, fue galardonado con  el XII Premio Casa de América de Poesía Americana, en Madrid, España. Ojalá el premio otorgado  a Alejandro González Luna logre  posicionar, definitivamente,  nuestra poesía en el plano internacional.

En este nuevo libro, Alejandro González  Luna traza una urdimbre  con los pedazos de una ciudad mítica, de calles y barrios recorridos por la pasión de ciertos personajes y temas emblemáticos capaz de ofrecer la imagen poética y abismal de una ciudad (¿Santo Domingo?) secreta e iniciática, convirtiendo en vivo recuerdo lo que ha sido soñado por él.

La ciudad se desliza hacia el presente, pues González Luna busca borrar los recuerdos que lastiman su sensibilidad. La ciudad guarda  cicatrices de un pasado irredento. Una ciudad arrastrada por la nostalgia del viajero que se ha ausentado, de aquel que va trazando un mapa en el que confluyen las lecturas, los borrosos recuerdos de una infancia lejana y las figuras articuladas por las exigencias de una identidad desposeída de la presencia material que desemboca en la memoria lacerada del poeta.

Experiencia del instante en acecho.  El presente no tiene fin, separado de cualquier otro instante, indefinidamente desgarrante y, en este laceramiento, infinitamente doloroso, radicalmente exterior a la posibilidad de asumir la soledad del otro. ¿Qué ha ocurrido? El sufrimiento simplemente ha perdido el tiempo y nos lo ha hecho perder. Así, pues, en  este estado de desasosiego existencial, ¿estaríamos liberados de toda perspectiva temporal y rescatados, salvados del tiempo que pasa? De ningún modo: entregados a otro tiempo -el tiempo como otro, como ausencia y tedio-, que precisamente no puede redimirnos, no constituye un recurso, tiempo sin acontecimiento, sin proyecto, sin posibilidad, perpetuidad inestable, y no ese puro instante inmóvil, la chispa de los místicos, sino en ese tiempo detenido, incapaz de permanencia, que no sigue siendo ni concede la sencillez de una morada.

“Me hago grandes preguntas mientras intento mantenerme en pie sobre la cuerda. Aquí afuera el mundo sigue igual. Nadie me espera.

(…) en otra ciudad vacía olvidé con el tiempo donde está el centro

o lo que es peor , olvidé siquiera si hay centro.

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Santo Domingo revela en el aire su triste jadeo.

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Fuera del poema el mar se descompone”.

Esta experiencia en González Luna, así aclarada, tiene una apariencia patética, hay que admitirlo, pero a condición de que dé ese nombre de “pathos” también a su sentido no patético. Se trata, antes de que aquel estado paroxístico en que el yo grita y se desgarra, de un sufrimiento indiferente, y no  sufrido, y neutro (un fantasma de sufrimiento), si a quien está expuesto precisamente el sufrimiento le priva de este “Yo” que le haría sufrirlo. Ya lo vemos: la filosofía  de estos poemas consiste en que, por el hecho de que lo percibimos, se escapa de nuestra capacidad de imaginarlo, no quedando incluida la realidad, sino siendo eso a cuya percepción  ya no podemos escapar.  Experiencia que uno se representará  como desgarrante incluso como asombro del no-ser, pero, en caso de serlo, reconozcamos que no lo es porque está muy alejada: al contrario, es eso que está tan cerca que cualquier retroceso frente a ella está prohibido—alejada de  estos versos.

Pero tenemos, para designar a lo enteramente próximo que destruye al otro, lo inmediato que no permite mediación alguna, la ausencia de separación que es ruptura de relación y también la separación  infinita, porque no nos reserva la distancia y el porvenir preciso para que podamos relacionarnos con ello, advenir a ello.

Las marcas y las heridas del poeta se manifiestan inmediatamente en la geografía urbana de un modo más preciso que cualquier discurso que intente camuflar la verdad que emana de calles, casas y barrios. En González Luna, la ciudad se vuelve diorama de una época y de sus múltiples contradicciones. Estos poemas dibujan el mar de una isla del Caribe como metáfora esencial de los infinitos deseos, frustraciones y fantasías, de una ciudad olvidada y ausente.

“Algunos –como yo—han intentado en vano llegar hasta su orilla.

Estela de ti, despojo de mí, ruina de tanto”.

En estos versos la ciudad discurre a partir del ámbito de experiencias capaces de mezclar lo cotidiano con lo extraordinario; territorio de confluencias, opacidades, misterios y pesadumbres, un lugar en el que la vida se  convierte en  asombro.

La ficción penetra en la historia haciéndose cargo de estas  paradojas que constituyen el giro lingüístico más complejo y elemental de nuestro poeta. Estos versos permiten imaginar una isla que se desplaza hacia regiones donde la nostalgia se entroniza y devela sus secretos más recónditos, quebrando, a través de su decir, la estructura lírica del verso: límite trazado por la discursividad lógica  que proyecta su imaginario sobre la realidad que ahora se expande en el juego especulativo-creador de la escritura.

La idea de lo cotidiano para el autor de “Esta ciudad ha sido tomada por las piedras”, poemario que obtuvo el Premio Internacional de Poesía Joven de la Feria del Libro de Santo Domingo, en el año 2008,  constituye el espacio donde se puede habitar a pesar de la inseguridad y la angustia que ello genera.

Ahora bien, no se trata de crear un lugar privilegiado que sobresalga del resto de los lugares por los que transitamos y nos movemos a diario. No se trata tampoco de una permanencia sedentaria en un espacio que consideramos nuestra casa, nuestro hogar, nuestra morada, como anhelaba Martin Heidegger. Vivir en coherencia  está asociado a una topografía específica. También se adhiere a un sentimiento de pertenencia que desarrolla un sentido de identidad y errancia:

“que nadie se equivoque: los poetas de la isla escriben por razones que poco tienen que ver con el gozo o la alegría,  en sus bolsillos traen abismos, sueños abultados”.

Los hilos de la conciencia, en González Luna, se cruzan con los ecos tumultuosos de aquello que viene de la región que Hegel denominaba “la noche del mundo”, o lo que Freud tematizó como “geografía  sin fronteras del inconsciente” y que para los románticos significaba internarse en los aposentos oscuros de la interioridad. Las certezas de la racionalidad se descomponen, o al menos se debilitan, al enfrentar la acción imprevista de fuerzas extraordinarias, y la homogeneidad del tiempo es brutalmente sacudida por la heterogeneidad quebradiza de la memoria y de la vida convertida en rememoración.

¿En qué consiste, entonces,  el viaje realizado por Alejandro  González Luna? El poeta “dice la realidad dominicana” a través de sus versos.