Tengo cuatro días de autodestierro. Me he guardado de la gente, el teléfono y las liviandades. Lo he hecho frente al Atlántico, justo donde sus olas besan con más ímpetu la costa: Cabarete. Quiero empezar el año con pocas tareas aplazadas. Dentro de las obligaciones agendadas estaba escribir esta columna. La trabajé con el ocaso del domingo, mientras el sol, ya extenuado, despedía su jornada de luz. Cuando el lunes en la mañana me disponía a despachar el artículo al director del diario, en la portada veo una foto tuya, luminosa y fresca, como siempre. Creí que era una crónica más de tu premiada carrera, pero no: la imagen ilustraba el anuncio de tu muerte; sí, tu muerte, una verdad que todavía no se acomoda a mi razón.
Lo único meritorio que pude hacer en el acto fue cancelar el despacho y teclear lo que pudiera salir de mi cortado aliento. Mis pensamientos, todavía desordenados, regresaron a aquel día, hace algo más de cuatro años, cuando recibí un mensaje en el que me confesabas tu grato asombro por mis trabajos. Entonces vivías en Berlín. Acepté el gesto como una cortesía sin saber realmente con quién hablaba. Bastó una pregunta para presentir que tenías otras raíces: “¿Por casualidad eres hija de Alfonso Lockward?” esperaba con ansias ese sí y así vino: “Sí. ¿Lo conocías?”, me contestaste. Entonces prendió otro espíritu, apacible, envolvente y nostálgico. No demoré en decirte quién fue tu padre en mi vida. Copio: “A tu papá lo conocí en 1988, en San José, Costa Rica. Era el único conferencista dominicano en una convención de comunicadores cristianos patrocinada por Radio Transmundial de Bonaire, Antillas Holandesas. Quedé atado a su profunda sencillez. Desde entonces corrimos una historia de episódicas tertulias teológicas. Cada vez que él iba por Santiago compartíamos sobre la Reforma, las epístolas paulinas, la teología de la liberación y la doctrina socialcristiana. Él me llamaba “el Calvino precoz” por mis sediciosas preguntas teológicas, que en ocasiones no dejaban de abrumarle. Apenas era un adolescente”.
A partir de ese encuentro comencé a seguir tu carrera con discreción. Entonces supe que tu hogar colgaba entre pedazos flotantes de tierras abandonadas en el Caribe. Más que dominicana o latina, eras antillana. Te daba igual la diversidad de su gente para sentirte una ciudadana del mismo mar que la cercaba. Tu espiritualidad se fermentaba en la sangre caribeña, tu amada y mística identidad. Sería ingrato abrazar el arte y la cultura insulares sin pensarte o cantar al menos tus sueños a golpe de tambores en cualquier ritmo: merengue, konpa direk, reggae, cumbia, calipso, plena, bomba, reguetón, son, salsa o bachata. Recuerdo tus luchas junto a Luaiti Núnez de Santaella para que la Marcha Verde no perdiera su virginal aliento ciudadano. Compartimos la fantasía de una nueva conciencia social que emergía de la nada y que se encarnó en un pletórico sentimiento colectivo.
¡Qué paradoja!, uno de mis trabajos que más te impactó fue sobre la muerte. Tengo esta nota tuya acerca del ensayo “Qué bueno que morimos”, que publiqué el 8 de febrero de 2018 en Diario Libre. Entonces me escribiste: José Luis, me quedó un vacío más hondo que mil vidas al leerte hoy. La muerte es tan soberana que espanta. Como tú dices: ¿Quién ha podido sobornar su incorruptible poder o desacatar su irrevocable sentencia?
Ese fallo inapelable, Alanna, hoy te convoca a los estrados del Creador y sé que tendrás las mejores cuentas para honrar el propósito de tu corta pero fecunda existencia. Y es cierto, Alanna: ¿qué medida puede tasar tan infaliblemente la inutilidad humana? ¿En cuál otro momento estamos tan solos sin poder asirnos de nada, ni de la propia vida, para responder a sus inquisiciones? Ante su llegada ¿quién, fuera de la conciencia, puede abogar por nuestras cuentas? ¿En cuál plaza nos tasan a tan justo precio? ¿Dónde somos tan dignamente igualados? La muerte es cabal, inaplazable y totalitariamente aniquilante. En su soberano designio arrastra por el suelo todas nuestras soberbias, deja inconclusas tantas abstracciones como arrimadas tantas urgencias. Al decir de Ernest Hemingway: lo único que nos separa de la muerte es el tiempo y somos tan necios que consumimos toda una vida para entenderlo. Algunos solo necesitan morir para sentirse mortales. La muerte nos sojuzga, nos arrima, nos apoca, nos borra. Y lo hace fríamente sin el dolor con el que nos deshace a su antojo. Descubre la desnudez de nuestras indefensiones y la expone sin recato como tributo a la insignificancia más trascendente; como para que nadie se crea con más decoro que el polvo ni más memoria que sus desechos.
Alanna, no podré despedir tus restos, pero soltaré un follaje en el Atlántico y lo veré desguazarse entre las olas. Cuando sus espumas hayan devuelto todas sus hojas las contaré y con el tallo salobre y húmedo escribiré en la arena el nuevo nombre de tu memoria: “Antillas”. Adiós, amiga; adiós, hermana.