No puedo decir que conozco a Alanna de siempre o desde hace muchos años, como lo harían otros y otras, lo que sí puedo asegurar, sin temor a equivocarme, es que si había algo que no podía ocurrir respecto de ella era ignorarla -sí, he usado verbos en presente-. Alanna era como una suerte de tromba marina; de esas mujeres a las que el alma se les va delante y el cuerpo les corre atrás. Y resulta curioso que, desde como yo lo veo, no tenerla hoy es casi una prueba intangible de esto que digo.
No me llevo bien con los rituales de despedida que siguen a la muerte; celebro la existencia y fusiono las dos ceremonias, dado que vida y muerte son cara y cruz de una misma moneda. Con Alanna me ocurre eso, no puedo pensarla muerta porque su impronta es tan intensa como vibrante. Viendo sus fotos estos días en prensa digital y redes sociales, me ocupa una sensación de distancia con la realidad. Una distancia tan humana como comprensible, dado lo imprevisto e inesperado de lo ocurrido, amén de la idea que inconscientemente habita en muchos de nosotros: nadie cree que va a morir.
Había escuchado de ella más no la conocía personalmente. Ella me abordó, me nombró a modo de pregunta, presentaciones cordiales y abrazo incluido. Ella iba en bermudas color caqui, camiseta -no recuerdo el color-, una pamela o sombrero de ala ancha para proteger sus ojos, esos que se iluminaban como niño que juega al escondite. Alanna tenía los ojos de carajita y su sonrisa, cuando no lo era, se convertía en una incógnita, una alegre duda, como si tramara alguna travesura. Sus labios menguaban discretos y delgados de un extremo al otro, simulando un paréntesis boca arriba, algo así como una Gioconda Antillana, como diría José Luis.
Tengo esa estampa en mi memoria fotográfica, ambas a bordo de un autobús que hacía entrada a Santiago de los Caballeros. Todo lo detallado en el párrafo anterior se agrupaba en una menuda y coqueta anatomía que adornaba con la sencillez de algún accesorio de ámbar o madera. Ella y su pelo corto ya eran todo. Esa era Alanna en este plano material. Y ya surgen los verbos en pasado sin que me pesen los dedos.
Y el destino hubo de reunirnos nuevamente. Ahí pude ver por horas y de cerca todo lo que ya había apreciado aquella primera vez. Esta mujer no era un alguien para seguir de largo: o decidías ignorarla absolutamente, o te metías de lleno en sus haberes y haceres con todo y consecuencias. Hay quien dice que con Alanna no había medias tintas, o era negro o era blanco, eso es cierto, pero igual le habitaban matices relampagueantes. Era un colorido brote andante. Esa noche, mientras discutíamos sobre temas de harto interés para nosotras, tanto se sentaba como senador Romano, de costado y sobre mullidos cojines, como igual daba saltos si dábamos con la diana de una verdad que debía estallar sí o sí. Las horas se volvieron muchas, como largo el camino que tomé hasta dejarla en su puerta, luego de perdernos legendariamente por las calles de Arroyo Hondo.
Llegué a colaborar para un documental de los tantos que realizó. Ahí convenimos un sancocho que naturalmente quedó en la lista de deseos no cumplidos. Se sacrificaron varias cervezas, hubo risas de esas que te hacen girar la cabeza hacia atrás; tacos Al Pastor con la mejor compañía, temas y más temas. No fue mucho, y sin embargo fue tanto.
Alanna era sus plantas, las cuales se aseguraba que estuvieran bien atendidas, en armonía la una con la otra. Era las paredes antiguas de su casa, la cual había empezado a restaurar y que sin duda se parecían mucho a ella. Era sus brazos abiertos, queriendo abarcar los extremos de cualquier espacio que la recibía, como si lo abrazara por vez primera, como si tuviera un regalo en las manos. Esa era Alanna. Era su biombo antiguo, la malla restaurada y remozada, por donde se colaba el sol, el cielo, los vientos y la lluvia que mojaba la amplia terraza. Era muchas cosas, muchas. Su irreverencia era exquisita, punzante para algunos, pero directa, ausente de poses. Con ella podías coincidir, disentir, concluir y discutir, lo que sea, pero no podías dejar de notarla. Llegó a ser un glosario de palabras iracundas, de la misma forma en que fue susurro cálido y apoyo. También fue muchos planes llevados a término, otros tantos por comenzar y muchos otros por concluir. Planes hermosos, de esos que germinan cosas buenas.
Y cada quien se queda con lo que puede y elige. Yo me quedo con su cabeza echada a un lado, su sonrisa, completa o por mitad, sus halagos hacia lo que le mereciera méritos, voluptuosos como su forma de ser y hacer. Me quedo con su puño levantado y sus consignas. Con su mirada inquisidora, curiosa, hambrienta de respuestas. Con su ¡no! disgustado. Su imagen sentada sobre el tope de aquel escritorio, escuchando atenta y batiendo su abanico español para el calor, seguro tomando notas mentales, conclusiones en silencio, para volver a la tarea de observar rostros y miradas mudas. Era uno de sus modos de saber y conocer. Elijo sus estallidos anaranjados, su dorado centellante, sus azules calmos, su cara enrojecida de emoción. Con eso elijo quedarme.