Pocas veces escribo sobre temas que me conciernen como abogado. Esta vez lo hago apremiado por la frustración. Y creo que el hecho de representar los intereses de una parte en este diferendo no me descalifica para valorar las sinrazones de una crisis más artificiosa que real. Se trata de las Águilas Cibaeñas, un equipo que en los últimos años no ha podido encontrar la fórmula de la armonía. Es cierto: los conflictos han sido esencia de su folclor emotivo, pero ya no se trata de meras escaramuzas sino de maniobras corrosivas.
He estudiado por años los conflictos corporativos. Como especialista en el área me ha tocado solventar cuadros graves de ingobernabilidad en la vida empresarial. En las sociedades comerciales concurren intereses individuales y colectivos. Encontrar el balance apropiado es el reto permanente para una gobernabilidad racional. Por eso en los modelos de gobernanza actuales se proponen protocolos, controles y fórmulas de contrapeso que faciliten no solo la gestión adecuada sino los entendimientos en la toma de decisiones colectivas. Las Águilas Cibaeñas, como sociedad comercial, no tiene esos resortes, con la agravante de que en su segregada composición accionaria nadie tiene mayoría. Y esa es la primera condición para oxigenar un ambiente hostil que obliga a concertar acuerdos de bloques para construir una mayoría vinculante. Armar esas concertaciones no siempre son esfuerzos dóciles, sobre todo en una sociedad comercial con las atipicidades de las Águilas Cibaeñas.
El club deportivo tiene tres bloques importantes de socios: los que representan a las familias Sánchez, Hernández y Jorge. Ninguno tiene individualmente la mayoría decisoria. Tampoco han podido convenir un pacto parasocial que facilite la convivencia colectiva para que el equipo encuentre su historia perdida. Las veces que las Águilas han tenido sus mejores desempeños ha ido de la mano de un entendimiento entre estos actores. Pero a esa circunstancia se le suman otras no menos onerosas, como son la vigencia de unos estatutos sociales “judaicamente” rígidos, que, si bien ayudaron en su momento a evitar el predominio de un grupo mayoritario, hoy se traducen en carga que convierte a la sociedad en prisionera de sus propias crisis. Basta indicar que para celebrar una asamblea extraordinaria es necesaria la presencia de las tres cuartas partes (el 75 %) de los socios y del capital social y para la modificación de ciertos artículos, competencia de ese mismo órgano, se requiere las cuatro quintas partes (80 %) de los socios y del capital social, pero además, para autorizar al Consejo de Administración a la convocatoria de esta última es necesario celebrar una reunión de este donde concurra el 80 % de sus miembros y sea aprobada, igualmente, por el 80 % de los asistentes o representados. Es obvio que con una rémora de esa talla la sociedad no ha podido celebrar una asamblea extraordinaria desde hace mucho tiempo; las pocas veces que se ha intentado tal propósito ha resultado fallido, ya que, si bien se reúne el cuórum por la cantidad de acciones o del capital emitido, falta el número mínimo de socios para completarlo. Esa situación convierte cada asamblea en una experiencia agobiante cargada de intrigas.
Pero, al margen de esa situación objetiva, el problema de las Águilas atiende a razones subjetivas. Me explico: los fundadores del equipo no tuvieron una formación en gestión corporativa ni vieron al club como un instrumento empresarial. Eran más fanáticos que gestores. Para ellos importaban más los rendimientos deportivos que los dividendos financieros. Bajo ese modelo intervienen los sucesores, una generación movida por otros valores e intereses.
Los muchachos que hoy controlan la franquicia se debaten entre la marca social que supone ser parte del club y las expectativas del negocio. Nacen así las disputas por los méritos, los apetitos de poder, los protagonismos y el juego de intrigas como parte del morbo deportivo que es alentado desde las gradas por los cobijados en cada grupo. No pocas veces la comidilla de la farándula más anodina se impone a una sana gestión de negocios. A veces a algunos directivos y socios les provoca más escuchar sus nombres en la prensa que facilitar las cosas, como para que sepan el peso que tienen en el equipo. Otros han vivido de esos conflictos.
Un directivo del equipo me describió en trazos sociológicos inmejorables la impronta de la organización. Me dijo: “Mira, José Luis, yo veo a las Águilas como un barrio lleno de muchachos malcriados”. Nada más certero. De eso se trata. Nadie quiere aceptar méritos ajenos y el más porfiado de ellos ha sido el empuje que le dio al equipo y al beisbol profesional dominicano la Comercializadora Deportiva Dominicana (CDD) que convirtió esa actividad en un modelo rentable de negocios. Obvio, la participación de Juanchy Sánchez en ese resultado (como directivo de CDD) generó urticarias.
El éxito económico de Sánchez, sumado a su indiscreta vida y carácter campechano, le ha granjeado desafectos gratuitos, tan viscerales que a no pocos les ha sobrado deseos de verlo bien lejos del Estadio Cibao. Buscar motivos más hondos en la crisis sempiterna de las Águilas es inútil, porque en el fondo se trata de una lucha barata de egos, propia de “muchachos malcriados”. Las acciones judiciales que actualmente cursan en los tribunales son verdaderas necedades paridas del orgullo y la sinrazón; una manera de sacar músculos de algodón, de magnificar una crisis irreal, de deslegitimar actores o forzar una negociación en cuya ecuación Sánchez salga del juego. Sánchez nunca abandonará las Águilas. Y ¡cuidado! que no se trata de una cruzada de los buenos contra los malos. Si a juzgar vamos, todos han sido malos con el equipo, incluyendo a Sánchez. Pero que quede claro: la actual parálisis de las asambleas no es resultado de litigios entre los tres bloques; se trata de una reclamación sobre propiedad de acciones que tiene uno de ellos con un tercero.
Qué pena pensar que una de las marcas más poderosas del mercado dominicano con capacidad para generar los más grandes negocios, ingresos y tendencias a través de una dirección unificada y armónica sea manejada con la pasión del fanático y no con la sensatez del hombre de negocio. Los muchachos que controlan el equipo no están conscientes de su responsabilidad social. No se trata de un negocio privado; las Águilas son un patrimonio nacional y su vasta fanaticada merece una conducción sensata, racional y solidaria. Ellos saben que están condenados a convivir y que la fanática le exigirá la madurez que no han tenido para conciliar sus caprichosas diferencias porque por encima de todas sus soberbias está la grandeza histórica del equipo.
Les propongo a los principales accionistas negociar un pacto parasocial en el que se establezcan las bases de gobernabilidad del club, las condiciones de concertación de acuerdos, así como un proyecto de reforma estatutaria que le dé mayor apertura y movilidad a la gestión. Les pido con encarecimiento a los distinguidos directivos de pasadas generaciones mostrar, con sentido de imparcialidad, su profesada vocación aguilucha y no por los años militados en la franquicia sino por la altura de sus compromisos con la paz, que es, a la postre, la mayor fortaleza de toda organización. ¡Por Dios, basta ya! Demuestren que las Águilas son las Águilas.