Toda poesía es expresión descarnada de su tiempo. Expresión, ruptura y trascendencia de otro tiempo. Territoriedad y signo imposibles de fechar. El poeta con su creación transfigura lo sagrado e invoca las sombras convulsas y vomitivas de Dios. Así trabaja, descree o narra su propio ser como espejo derruido de la crítica: arquetípica visión o ceguera de la vida y su nostalgia. La crítica se funda en la utopía, el sueño y la palabra. La palabra como carencia, mutilación, desconcierto y gesto.

Una lengua es hipotética, cambiante y reemplazable en la medida en que se asume con precaución y escepticismo. Se debe descreer aun explorando las infinitas posibilidades de lo inarticulado y el silencio. No es paradójico, pero tampoco deja de serlo.

En efecto, Adrián Javier asume una "metafísica nominalista" en éste, su segundo libro Bolero del esquizo (1994). Su particular articulación y fantasmática se desfondan en un mar de deseos, desencuentros y búsquedas. Utiliza un edípico lenguaje de anhelos balbuceantes y expresiones profundamente primordiales y sencillas como huellas de una infancia o refracción de un tiempo ya perdido. Su progresión imaginaria implosiona hacia la soledad, el sueño y la palabra. Hay una intensidad óntica en sus versos y sus encabalgamientos: así se definen y estructuran. El poema nace, pues, del relámpago intuitivo y visceral; de concentrar constantemente el alma entera en el sentido agustiniano del objeto percibido.

Adrián Javier crea un universo transparente y cristalino: una poética de connotaciones vitales, reveladora de un discurso deseante. La trama del mundo es sustituida por el juego y la ternura. Por ello cuenta tanto el juego verbal como acto puro. Ese juego es una ironía contra el realismo lingüístico y aún contra el estilo en su acepción habitual: su efecto es de ambigüedad semántica, de ahí la infinita proliferación de los significados; una misma palabra puede decir dos cosas distintas que, sin embargo, no se excluyen y forman un sentido más amplio. En el poema "treintiuno" (pág. 34) la infancia se ventila desde otra realidad "donde todo se acumula y abruma, donde todo sopla sin viento fuerte … donde todo encanta y muere" (pág. 89); desde este instante todo se transfigura y el error (¿lapsus?se vuelve singular verdad.

Un simple desvío verbal desvía también al texto y lo dirige, sin apartarlo del inicial, a otros planos de significación. Además el juego enunciativo enriquece la experiencia del lector; le hace vivir un momento de alquimia verbal como equivalente de otra alquimia temporal: un presente ciego y puro. Es lo que Adrián Javier define como asombro, inocencia, mutilación y miedo: "Hora dolorosa y pesarosa del tiempo atrás y adelante, la hora de la hora, donde el poema calla las verdades del noser" (pág.193).

En efecto, si los textos se proyectan hacia un universo de inocencia y soledad no es sino para recuperar la unidad perdida. Los elementos de Bolero del esquizo tienden a ser rituales por su continuada reiteración; también parecen ser emblemáticos, verbigracia, "corotos, alas, mariposas, duendes, jenjibre, carbón, jazmín", etc., danzan libremente en el espacio infinito y hondo de la página en blanco. El poeta busca crear un mundo desde su visión, no reproducir otro; no el mundo que existe, sino el otro, migratorio y lunar. Ese mundo no está edificado, por supuesto sobre la ética: ha de estar regido por la imaginación y el deseo.

Adrián Javier sistematiza hasta el juego creando una tensión y una trama espontáneas. Muchas de sus imágenes no lo son sino por el encadenamiento de analogías puramente lingüísticas:

"Y entonces fue mi muchacha bolero, aluvión de harina y caracol bolero, aluvión de jengibre y de bejuco bolero, carbón piedra, palo, palma, pájaro, amapola, bolero" (pág. 69). Otras veces la analogía es simultánea, pero no por ello menos artificial: Lo verbal se hace también imaginación pura e irreductible: "Por mí vino su nombre a cortar geranios y abedules" (pág. 193).

Es evidente: la expresión poética en Bolero del esquizo, se identifica con la inocencia del verso más próximo al José Martí de Ismaelillo y La Edad de Oro, que a las fábulas y cuentos infantiles. Adrián Javier propone una imaginería o materialidad verbal lindante al texto breve. Su disposición tipográfica procura y exige períodos descoyuntados y cortantes, no obstante los márgenes injustamente hurtados al texto, en su visión y unidad.

Bolero del  esquizo se debe poéticamente al tejido óntico, simbólico e imaginante de Mario Benedetti, Eliseo Diego, Iván Silén, Enriquillo Sánchez, Julio Cortázar, entre otros. Es un libro escrito desde y para la nostalgia. Más que una esquizia revela una edipiziación en el sentido de Deleuze y Guatari .  La madre aparece como flujo, deseo y huida. El nombre del padre como castración simbólica:

"Este martes le daré a mi padre un arcabuz de oro y otro de plata para que se sienta Dios y hereje como siempre para que destruya y selle para siempre la puerta rosa de mi origen… y sé que después vendrán los lloros y los sonámbulos conocidos… el suplicio" (pág. 129).

Así, cada poema es un "objeto parcial" que se asume como cántico ausente y triste. Ni frenesí erótico ni ausencia de pasión: en la poesía de este  ya fallecido poeta aparece una suerte de, ¿cómo decirlo", perplejidad y encantamiento frente al amor. Desde sus primeros poemas, el amor, estará ligado a la experiencia del sueño, así como el tejido onírico es una honda prefiguración erótica. No debe confundirse, sin embargo, esta experiencia con la tradicional idealización o espiritualización del amor. El amor es un misterio asido "al pincel o a una voz… es una nota un paso un gesto movido y llovido por la ternura … mágica" (pág. 113).

No sólo porque el sueño en Adrián Javier, como en cualquier poeta surrealista, es un mundo más complejo; también porque en su poesía el amor es un cuerpo, sólo que un cuerpo que no necesita materializarse para hacerse visible, real. Un cuerpo sólo visible en su secreto: algo más que un objeto de contemplación o de posesión; objeto sobre todo de transfiguración que, a su vez, tiene el poder de transfigurar  "como una muchacha a quien no les gustan las pasiones y es blanda, rara y milagrosa y lleva el nombre de un corcel… su nombre es el de la lluvia y la amapola, su rostro es todo de mar o nube y algodón, yo río por su diversión y de su fría nariz y bogo por sus olas, ya sé que ayer era flaca y tibia como el fuego" (pág. 102).

No es el sensualismo obvio ni los temblores psicológicos de la llamada pasión lo que domina en estos textos, sino el cuerpo transfigurado de una hermosa y tibia mujer.