Un pensamiento que a veces me provoca es imaginarme como un adolescente de hoy. Para derivar lecciones más realistas de esta abstracción, me supongo ser hijo de una mujer cualquiera del millón cuatrocientas mil madres solteras dominicanas. Tal circunstancia implica que mi historia estará sellada por la desatención emocional y las carencias materiales.  Lo que sigue es el cuadro acabado de mi imaginaria experiencia…

Me asumo como un estudiante de un liceo público, que más que un centro educativo se asimila a un reclusorio social, donde concurren, como condiciones de convivencia normal, la indisciplina, la apatía y la deserción, empujada, esta última, por los embarazos precoces. Concibo a mi madre como una heroína de los desdoblamientos funcionales: padre, hermana y amiga, con tiempo apenas para estrujar la vida y sacar de su sequedad contadas gotas de esperanza. En esa lucha del día a día la imagino consentir relaciones y tratos no deseados que consumen los últimos fulgores de su juventud madura y que la exponen a los riesgos más impensados, uno de ellos es perder el sonrojo moral para aconsejarme sobre sexualidad responsable. El barrio es la academia de mi malformación; en sus calles se cosechan las grandes enseñanzas de la vida, esas que la guían por los rastros de la realidad más hostil. La niñez, cada vez más corta, ve arrebatada tempranamente su candor por la tragedia adulta, poblada de abusos, violencia y promiscuidad; la adolescencia ya viene sobrecargada de experiencias “maduradas” a pesar de que el acné grasoso de mi cara revela mi tierna edad.

La adolescencia, en sociedades parias como la nuestra, lejos de ser una etapa primaveral, llena de descubrimientos, fantasías y autoafirmaciones, es el trance más tormentoso y crudo de la existencia, retada por las severas inquisiciones de una moral adulta que le exige pureza sexual mientras las estrategias publicitarias del mercado apelan al erotismo enajenante como modelo de consumo masivo, en tanto que las letras de la música inducida por las tendencias del momento recrean el sexo explícito, libertino y vulgar; y ni hablar de las imágenes que le dan vida a esos contenidos: orgías del placer entre el lujo, las marcas, las bebidas caras, las chapas neuróticas, los sugestivos mordiscos labiales y los mimos triangulares de cuerpos semidesnudos en trances preorgásmicos.

Esa moral, que martilla en los tímpanos adolescentes las estadísticas de los embarazos precoces, es la misma que tolera la saturación propagandística de pastillas abortivas, preservativos con sabores y “levantadores” del “ánimo viril” sin controles;  la que condena, en nombre de los valores, la corrupción de los servidores públicos mientras calla o consiente la historia familiar de sus abusos, maltratos y promiscuidades. Tales relajamientos, junto a condiciones críticas de pobreza y baja educación, engrosan las estadísticas de nuestras tragedias sociales y colocan a la República Dominicana como el quinto país de América Latina en fecundidad precoz con 98 adolescentes madres de cada 1,000 mujeres. Una de cada cinco entre 15 y 19 años ha tenido hijo o ha estado embarazada de acuerdo con los datos de la encuesta Endesa de 2013. Parece que pronto la niñez perderá espacio dentro del desarrollo racional y emocional de la conducta humana.

El adolescente es la víctima ideal de las quiebras éticas de la sociedad. A él se le imponen obligaciones ejemplares de conducta pero el sistema no le provee, en contrapartida, resortes firmes para compensar la agresión de los estímulos del consumo en un mercado voraz donde la oferta de contenidos adultos no tiene reparos ni controles responsables.  Lo sensible del drama es que esa misma sociedad es la que juega perversamente con su dilema: lo provoca con las ostentaciones que le niega. Esa es la lógica siniestra del consumismo salvaje en una economía desigual: ¡mira pero no toques! La consecuencia lógica de ese modelo es la creación de hombres y mujeres resentidos, frustrados y rebeldes que buscarán a su manera lo que la sociedad les niega legítimamente. La carencia y la exclusión no son compatibles con los lujos y menos en mentes frágiles. El cuadro de iniquidad social que prevalece en la República Dominicana es potencialmente peligroso para incubar subversiones mentales y emocionales catárticas. En Centroamérica, las maras (pandillas) mantienen un estado de beligerancia social con efectos comparables a un virtual estado de guerra civil. Esos adolescentes de hoy serán los políticos del mañana mientras la carrera partidaria funcione como un modus vivendi, o tal vez, algo peor, el “tirano perfecto” que buscará el poder como instrumento de venganza social o como detonante de los resabios acumulados. La humanidad ha contado las historias más sangrientas de esos “adolescentes marcados”.