La consagración constitucional de los derechos fundamentales ha colocado a la persona titular de los mismos como centro de la acción administrativa y del derecho administrativo. Los derechos fundamentales constituyen uno de los fundamentos claves del Estado Social y Democrático de Derecho consagrado por el artículo 7 de la Constitución, siendo “la dignidad humana, la libertad, la igualdad […] la justicia”, parte esencial de los “valores supremos y los principios fundamentales” proclamados en el Preámbulo de la Constitución” y por los que se rige nuestra “República libre, independiente, soberana y democrática”.

La importancia de estos derechos fundamentales, en tanto “decisión política fundamental” de nuestro ordenamiento político-jurídico-constitucional, queda evidenciada no solo en la dedicación a los mismos de todo un amplio, detallado y extenso Título, el II, de nuestra Carta Sustantiva, sino también en la consagración de un conjunto de garantías fundamentales jurisdiccionales de dichos derechos (artículos 68 a 72), entre las cuales sobresalen el debido proceso y las acciones de amparo, habeas corpus y habeas data, y la exigencia de que toda modificación constitucional del régimen general de los derechos fundamentales requiere la celebración con posterioridad a la reforma constitucional de un referendo aprobatorio que es condición sine qua non para la entrada en vigor de tal enmienda constitucional (artículo 272).

En una primera etapa, los derechos fundamentales fueron reconocidos por los diversos ordenamientos como libertades públicas, es decir, como derechos subjetivos frente al Estado, derechos inherentes, innatos y consustanciales a la condición de persona, que configuraban un ámbito privado de libre determinación individual y exento de cualquier injerencia estatal. En esa medida, las libertades públicas tan solo exigían del Estado una abstención. Eran libertades negativas: lo único que reclamaban del poder público era no interferir en ellas. A esa categoría de libertad-autonomía, se sumaba la de los derechos que consistían en libertades-participación y que eran la expresión del principio democrático-republicano y del derecho de los ciudadanos a participar en las decisiones de su comunidad política y de elegir a sus gobernantes.

Estas libertades existían en la medida en que el legislador las reconocía expresamente, lo que cambiaría con el reconocimiento constitucional de las mismas y su conversión dogmática en derechos fundamentales que se disfrutaban por la simple consagración constitucional del derecho y sus garantías. En el caso dominicano, que, a partir de la reforma constitucional de 2010, se denomine a los derechos constitucionales derechos fundamentales no es una moda pasajera. En verdad, el cambio de denominación corresponde a un cambio estructural e irreversible que se explica y se vincula con el fenómeno de la mutación del orden jurídico y del reemplazo de la legalidad por la constitucionalidad como eje central de este orden jurídico. Las libertades públicas corresponden al Estado Legal, al reino de la ley, a lo que Hauriou llamaba el “régimen administrativo”. Por el contrario, los derechos fundamentales corresponden al Estado de Derecho y a la supremacía de las normas constitucionales. A todo ello se suma, la constitucionalización de los derechos reconocidos en los instrumentos internacionales de derechos humanos suscritos y ratificados por la República Dominicana (artículo 74.3) con lo que el Estado dominicano y, en consecuencia, la Administración, resulta vinculado al “bloque de constitucionalidad”, al “bloque de derechos fundamentales”, compuesto por derechos de fuente nacional y de fuente supranacional, pero todos gozando del rango constitucional que la propia Constitución les reconoce.

Respecto a la Administración, los derechos fundamentales constituyen límites infranqueables a los poderes administrativos, tanto normativos como discrecionales. La Administración no solo no puede penetrar en el ámbito exento de estos derechos, sino que, en virtud del artículo 39.3 de la Constitución, debe servirlos promoviendo su disfrute por todas las personas sin discriminación. Estos derechos no pueden ser intervenidos por la Administración sino en virtud de una autorización expresa e inequívoca del legislador y siempre y cuando se respeten los límites constitucionales de la razonabilidad y del contenido esencial de los derechos. En este sentido, la Administración no tiene un poder general de policía o poderes implícitos que le permiten a la Administración, sin previa y explicita habilitación legal, interferir o limitar el ejercicio de los derechos fundamentales. Por eso, la Ley 107-13 establece que “son nulos de pleno derecho los actos administrativos que [..] vulneren los derechos fundamentales” (artículo 14), actos nulos contra los que procede el amparo y el recurso contencioso administrativo, no tan solo porque lo establece el citado texto legal sino, sobre todo, porque esos actos vulneran derechos fundamentales que tienen rango constitucional.