De los tantos retos que han tenido los gobiernos dominicanos de la era post Balaguer a la fecha, uno de los más espinosos ha sido tratar de articular una Administración Pública apegada a los principios constitucionales y democráticos que permitan el fortalecimiento de la institucionalidad y con ello afianzar el Estado de Derecho. Transformar la Administración en una capaz de actuar con objetividad, eficacia y al margen del clientelismo sigue siendo una tarea pendiente de la clase política.
Si bien los gobiernos del PLD han hecho un esfuerzo de reformar y modernizar la Administración Pública a través de una cohorte de leyes que la dotan de las herramientas necesarias para adecuar su actividad a las crecientes necesidades de la sociedad; no menos cierto es que este no ha sido suficiente y que en cierta medida resulta cosmético, toda vez que para establecer una Administración institucionalmente fuerte se necesita de una voluntad política que solo un gobierno honesto podría tener.
Un paso al frente para fomentar la institucionalidad en el país sería terminar de admitir que la Administración puede actuar con cierto margen de independencia del gobierno
Esto así porque transformar la Administración Pública para que su actividad esté sujeta a una estricta legalidad, implica reconocerla como entidad diferenciada del gobierno y como consecuencia admitir un margen significativo de independencia de la Administración.
Una de las grandes taras que impiden la consolidación de la institucionalidad ha sido la constante confusión entre gobierno y Administración pública. Gobierno y Administración pública no son términos equivalentes. El gobierno es un órgano constitucional que se erige como representante de la comunidad política y forma parte de la Administración en tanto que es el órgano de dirección de ésta, es decir, dicta los lineamientos de las políticas públicas que materializa la Administración.
En cambio Administración pública es una organización plenamente instrumental que no representa a la comunidad política, sino que es una institución permanente y cuyo fundamento reside en servir al interés público. Los gobiernos pueden cambiar su composición política; sin embargo, la Administración se mantiene realizando las actividades que le son encomendadas para la satisfacción del interés general.
Reconocer la Administración como ente diferenciado del gobierno es aceptar que la misma se rige por normas distintas a las del plano político en que se desarrolla el quehacer gubernativo. De modo que un paso al frente para fomentar la institucionalidad en el país sería terminar de admitir que la Administración puede actuar con cierto margen de independencia del gobierno.
Esto tendría consecuencias radicales en el plano político puesto que supondría, por ejemplo, la supresión gradual del clientelismo de los cargos públicos puesto que el personal de la Administración debería componerse de funcionarios que acceden a sus puestos conforme a méritos, idoneidad y criterios técnicos según la actual ley de Función Pública.
Asimismo se culminaría de otorgar el carácter técnico de la Administración que está configurado en la esfera constitucional en virtud de los principios de eficacia y objetividad que señala el artículo 138 de nuestra Carta Magna.
Para el desarrollo del país requiere que los servicios públicos sean provistos por una Administración moderna y técnica, que actúe apegada a la ley y no a los designios clientelistas que todos los gobiernos le han impuesto.
De cara a las elecciones de 2016, los ciudadanos debemos poner sobre el tapete el tema de la transformación de la Administración Pública, una tarea pendiente y necesaria ya que no habrá desarrollo sin ésta y más si lo que se quiere tener es mayor transparencia gubernamental y elevar la calidad de servicios públicos como la salud pública y la educación.