Bartolo Alvarado, González Alvarado Pereira por su nombre de pila, nació ciego y aunque sus ojos nunca pudieron ver la luz, aquel ciego excepcional aprendió a ver con los ojos del alma. Así, solo desde el alma, le pudieron nacer el sentimiento y la pasión para hacer todo lo que hizo a golpe de acordeón bien digitado. Lo confirman su música, su canto, sus composiciones y todo lo que aportó a la permanencia del merengue típico.
Ante la noticia de su muerte ocurrida la semana pasada en Nueva York, mi memoria se remite con nostalgia inevitable a los años lejanos en que lo vi tocar por primera vez en una concurrida calle de Nagua, con su padre Ramón Alvarado –Mon Quero- acompañándolo en la guira y un tamborero del cual no recuerdo el nombre marcando el ritmo. Un muchachito blanco y flaco, ciego a terror, perdido detrás de un acordeón que parecía que se estaba tocando solo. Lo bajaban de La Jaguita, municipio de Cabrera, a impresionar a la gente de la ciudad con la habilidad musical de aquel niño prodigio.
El Cieguito de Nagua estaba empezando a hacer una historia larga y dulce como las cañas de azúcar. Historia bastante conocida aunque hay algunos que, sin conocimiento de causa y sin molestarse en investigar, la tergiversan al contarla. Ese fue el comienzo del formidable acordeonista que también cantaba y componía buenos merengues, y sobre cuyos hombros recayó la pesada tarea de encabezar la generación que ha mantenido en alto la música típica, después de morir Tatico Henríquez.
Bartolo cumplió cabalmente su misión. Supo evolucionar el merengue típico y renovarlo, pero sin deformarle sus compases ni su estructura rítmica. Él se convirtió en una escuela, por su larga permanencia en el ejercicio, su calidad de insuperable artista, su ejemplo de disciplina y de trabajo, de puntualidad, de seriedad, y por su conducta de buen ciudadano que en un mundo tan difícil como el de la música supo agotar su carrera sin que en torno suyo surgiera nunca un solo escándalo.
Yo he escrito bastante acerca de Bartolo, pero hago estas notas casi como un desahogo, como quien cumple el deber amargo de despedir a un ser querido y admirado, como una forma de acompañar a la familia y al pueblo en el profundo dolor que, en medio de este año tan trágico, sufre también la muerte de uno de sus artistas más sobresalientes.
Aparte de los intercambios de llamadas con la familia, ha sido con el Viejo Puro, tamborero por casi veinte años de Bartolo y que terminó por ser como uno más de la familia; y con mi compadre Pepe Ovalle, pariente entrañable y colaborador cercano de Bartolo, con quienes más comunicación he tenido en estos días. Aquí hago extensiva mi expresión de solidaridad en el dolor a todos los demás acompañantes, asistentes, colaboradores, incluyendo a algunos como Chico Torres y Juan Balbuena, que también han desaparecido.
Y cierro estas líneas con un mensaje de agradecimiento. En las diligencias junto a doña María y otros familiares por traer el cuerpo de Bartolo al país, busqué la ayuda de mi puntual amigo, el ministro Miguel Mejía. Por su vía entré en contacto inmediato con el consulado dominicano en Nueva York. Aunque servir a sus compatriotas es el primer deber de una autoridad consular en cualquier parte del mundo, también entiendo que nobleza obliga y por eso doy las gracias al cónsul Carlos Castillo, a sus colaboradores Elías Barrera y la vicecónsul doña Cecilia Santana, por la deferencia y el trato solícito y cortés y por la buena disposición que, según me consta, mostraron a la familia directa del artista, aún en medio de la difícil situación que actualmente impera tanto en Nueva York como en nuestro propio país.
Descanse, maestro Bartolo, al final de la larga faena de la vida, y después de haber luchado con tanta tenacidad en esa batalla fatal que todos perdemos contra la muerte. Siga viendo con los ojos del alma, de ahora en adelante desde la leyenda y desde la música que su acordeón irrepetible nos dejó como herencia.