La niña tiene tres años y medio. Le dicen Tatica, pero en realidad no tiene identidad, no tiene acta de nacimiento, no es nadie, al igual que miles de otros niños y niñas dominicanos en la misma situación. Son los hijos e hijas de un encuentro fugaz, del descuido, de la ignorancia y de las circunstancias que se viven en un submundo aterrador que nos cuesta entender.
La madre de Tatica fue pipera y crackera, ahora se inyecta heroína y está en “estado cadavérico”. Ella vende su cuerpo o lo que queda de él, solo piel y hueso, para meterse un poco de droga de mala calidad, en sórdidas pensiones por los lados de la avenida Duarte. Como la niña amanecía a menudo en las aceras donde su mamá acababa la noche la trajeron a su tía María.
En la mirada de Tatica se lee toda la tristeza del mundo. Tiene una cara de viejita sobre un cuerpo flaquito de niña mal nutrida. Sus familiares cuentan su caso frente a ella. Tatica se da cuenta, entiende que se habla de ella y de su propia historia. Sabe que se trata de algo malo y feo y por eso se hace más chiquita, como si quisiera meterse dentro de la pared de la casucha. Ella es una típica huérfana de padres vivos.
El padre es violento, concha todos los días y pasa, a veces de noche, a ver la niña por 15 minutos. El cuida en Villa Mella una casa propiedad de sus hermanas que viven en Nueva Yol. El se metía piedra, ahora solo se mete polvo, o toma para poder aguantar todo el día en el concho (¡qué peligroso! pues es a estos conchistas que hacen a veces locuras, como si la adrenalina se les subiera a la cabeza, que los pasajeros entregan sus vidas). El se niega a sacarle el acta de nacimiento a su hija porque entiende que si Tatica tiene documentación se la podrían quitar.
La tía Maria no quiere a Tatica, no puede con ella misma, está exhausta, enferma y sin fuerzas para bregar con muchachos ajenos; ya ha tenido bastante qué hacer con su tropa. Ella es una mujer amargada, es la única de su familia en vivir tan mal en una especie de casa cueva en el sector Hotel de Villas Agrícolas: “no he tenido suerte, todas mis hermanas se han ido para fuera”. Solo quedaron ella y el conchista.
En esta familia la droga ha hecho estragos: el hijo de María se salió a pura chepa de la adicción y según los vecinos no lo ha logrado al 100%; ahora es evangélico a todo lo que da, no trabaja y solo busca la salvación. A causa del exceso en el consumo de drogas parece que tiene algunos cables desconectados en el cerebro; es un joven buenmozo, simpático, flaquito, de rasgos finos. Es padre de 3 hijos entre 4 y 8 años que viven más en casa de María que en la de su madre, que “siempre esta andando”. Ahora él desprecia su ex pareja por ser una mujer de mala vida que sigue atrapada en las drogas y que se prostituye desde que se separaron.
Su hermano de madre, otro hijo de María, acaba de llegar del campo donde peleó con el padre. Llega con las manos vacías, no tiene ni el octavo aprobado, no sabe expresarse, no tiene oficios; entiende que su mamá no tiene que bregar con la chiquita y debe salir de ella. Este recién llegado en búsqueda de un mejor futuro es uno más de la inmensa lista de jóvenes que no estudian ni consiguen trabajo y buscan su suerte en los sombríos dédalos de los barrios marginados.
Podemos rastrear cientos de familias en las mismas condiciones, vidas truncadas, niños y niñas cuyos derechos son violentados, padres presos en las redes de las drogas. Cada uno de esos casos demanda un acompañamiento casi individualizado y mucha empatía. Se trata, para las ONG’s que trabajan en esos sectores, de ganar la confianza de los adultos, proponer soluciones, acompañar los integrantes de la familia y preservar antes que nada la salud emocional y física de los menores.
Deben crearse en los sectores más “calientes” mesas de diálogo entre las instituciones de la sociedad civil y las instituciones públicas para rastrear las situaciones desesperadas y buscarles, en conjunto, soluciones humanas que sean siempre favorables a los niños, niñas y adolescentes.