“Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas,

de pronto, cambiaron todas las preguntas.”

Mario Benedetti

Sin duda algo está pasando. Los analistas adictos de la estabilidad deben estar abriendo los periódicos con más curiosidad que la acostumbrada ante la evidencia de que lo viejo ha entrado en un proceso irreversible de descomposición y de que todavía es difícil poder identificar lo nuevo. Toda una “crisis gramsciana”.

En el nuevo escenario, la crisis se revela en forma de indisciplina, de pérdidas de autoridad, de ponerle nombre a los presuntos responsables. Pero el asunto es otro. Los llamados liderazgos parece que no eran tales puesto que no pudieron prever lo que ocurriría. Los nuevos caudillos precipitaron todo por ser justamente eso: caudillos, incapaces hasta de promover recambios. Ni hablar de promover conductas más acordes con lo que se espera en el siglo XXI. Dicen que quien aspira democráticamente al poder tiene que estar dispuesto a perderlo, pero desde 1930 (¿o antes?) ésa no ha sido la tónica predominante y todo se repite con el libreto conocido. El problema más grande para ellos es que la reutilización de los libretos, conduce necesariamente al mismo final.

Llegados a este punto, me parece  que debería llamarnos la atención el tan cacareado tema de la unidad.  Sí, esa misma, la unidad que flamea para todos y que equivocadamente se pretende sea una especie de ‘mentholatum’ (engaña bobos que no mejora ni quita el dolor, pero que de lejos huele a enfermedad).

La “UNIDAD” es un tema que sin dudas corresponde a la tradición de la izquierda.   La unidad de la clase obrera y sus aliados, los campesinos y las clases medias empobrecidas, expresada políticamente en el partido de vanguardia marcó por años la política en muchos países latinoamericanos. Pero intentar tal unidad política en las actuales condiciones resultaría un poquito fuera de lugar y luce que quienes sueñan con esa aventura deberían expresarlo con claridad.  De no hacerlo, transitan un camino que no sólo no conduce a la unidad sino que los lleva a juntarse con el “enemigo de clase” y, peor aún, a confundirse y a confundir.

“Es extraño que la izquierda, que recientemente ha rescatado la idea de la democracia política, no haya puesto en duda al mismo tiempo sus tradicionales ideas sobre la unidad” escribió R. Bartra en 1985.  Pero su afirmación sólo es válida si efectivamente se considera válido el rescate de la democracia política y consecuentemente el apego a las normas de convivencia democrática. No es ocioso recordar que el modelo de la unidad se sostenía en la división de la sociedad en trabajadores y explotadores por lo que defender procesos unitarios hoy, en tales condiciones, me temo que haría incomprensibles las conductas de los actores involucrados.

El tema, entonces, hay que abordarlo reconociendo la pluralidad de las sociedades contemporáneas, en las cuales la diversidad de opciones políticas no es un defecto. Promover la unidad de “todos” se parece demasiado a una promoción en apoyo de quien convoca a la unidad, hasta ahora con signos evidentes de mantención del atraso político. Si se observa con detención, los más desgarradores llamados vienen de los dos viejos partidos que temen por su futuro fuera del sistema bipartidista imperfecto en el que varios de los alternativos ponen el coro. Uno de los partidos quiere pegar las piezas que el centralismo democrático aplatanado ya no fue capaz de mantener juntas. El otro, con su versión 2.0, sale a la caza de los incautos que no se resisten al alto honor de mantenerse en la ‘segunda mesa’.

Si la unidad es de todos se pierde la diversidad y se puede transitar hacia la unanimidad (ajena), lo cual es extraño, pues a eso es precisamente a lo que no debieran aspirar los alternativos.  Luego de leer correctamente el fin de la bipolaridad social y política, no queda bien terminar plegado a los restos del viejo sistema de partidos cuya fortaleza sólo es posible encontrarla en algunos artículos de opinión.

He venido sosteniendo que el sistema de partidos colapsó cuando se dividió el PRD. Ocurra lo que ocurra en el PLD, el sistema ya no será el mismo, por lo que un nuevo entramado de relaciones políticas y sociales ya está aquí.  Sería errático tratar de evitarlo a la manera del náufrago que se aferra al madero salvador que le lanzan de una nave hundiéndose y en la cual los responsables del naufragio siguen tocando, como la orquesta del Titanic.

Quienes quieran cambios tienen que ser coherentes (me encanta ese “twitt”). Por parafrasear no más,  no se construye lo nuevo con las armas melladas de lo viejo y todavía harán falta varios ejercicios para definir las necesidades y las posibilidades de acuerdos que permitan comenzar a transitar un escenario desconocido. En ese nuevo contexto la disyuntiva no es ser cabeza de ratón o cola de león, sino atreverse a no ser ninguna de las dos, puesto que quienes son los mayores defensores de tales posibilidades, ya parecen acostumbrados a su estado.

¿Existirá alguien en el mundo ‘progresista’ que pueda salir a pedir el voto para los que fueron pilares del sistema que dicen querer superar? Por si sirve de algo, vale tener presente que se incorporan como electores varios centenares de miles de jóvenes, que la alta abstención es siempre un problema para los cambios políticos, especialmente cuando ésta corresponde a votantes con más educación y menos impresionables al clientelismo y a las ofertas irresponsables.

En adelante, quienes quieren un cambio, en primer lugar habrán de ubicarse correctamente ‘fuera’ del sistema que se está desplomando. El cambio -y ésa debiera ser la clave de cualquier acuerdo- es querer ser parte de una nueva ingeniería democrática, donde la lejanía con los viejos actores no provoque temor, sino la tranquilidad política de un proyecto autónomo.