Santo Domingo es una metrópolis, una ciudad llena de encantos, de lugares indispensables, de múltiples evocaciones de lo que es evidente: seguimos siendo un vecindario donde la vida transcurre dramática, frívola, neurótica y sin tregua para los espantos.
Sus habitantes han dejado de ser reales porque viven en una metrópolis de ficción como soldaditos “ingenuos”, condenados al mentís de un film que encarna una propaganda eficiente para desconectarnos, con descaro, sobre episodios que no tienen respuestas lúdicas ni poéticas.
Santo Domingo “no” está hecha para el cine; el mentidero hollywoodense se reiría de nosotros constantemente por ese afán nuestro de vivir de las apariencias; generación tras generación hemos visto ese culto infantil, esa extrañeza de languidecer, de vivir de las apariencias, de llevar al guiñol, sin límites aceptables, la intolerancia entre el sube y baja de las cejas de aquellos que no quieren ser parte de ese conjunto de actores citadinos que, estupendamente, aman a la apariencia que viven con intensidad artística y pasional, con una agregada voluntad de que el close-up de la cámara esté pendiente a cada escena individualista, nihilista, bien lograda y en un ambiente impecable.
El motivo central de la cinta de las apariencias –en Santo Domingo- es el avivamiento efímero del poder, el diálogo sugerido, las proporcionalidades esculturales, el dominio sentimental y patológico de los sujetos insensatos sobre la candidez de las conveniencias.
Hollywood tiene en Santo Domingo un mercado conquistado, y las salas de “exclusividad” para las veleidades son las que proporcionan esa corriente mítica y de leyenda indiscutible que se ofrece como acontecimiento “social”, a sabiendas de que hay muchas madejas sueltas que hacen perder el punto de vista a partir del cual se desarrolla el film.
En Santo Domingo el acontecimiento “social” se alimenta de la ilusión, de desenlaces “felices”, de temas pasajeros, de ratos a carcajadas, de indiscreciones irrecuperables, de la anécdota y el melodrama.
Vivir el ritmo y al ritmo de los acontecimientos “sociales” en esta metrópolis es vivir una quimera, un vaudeville, un ocio que oscila entre lo costoso y la avidez del reconocimiento. ¿Cuáles ventajas tiene ser parte de los acontecimientos “sociales”? -Muchas y ninguna. Ninguna para los que no saben colocarse en el ángulo correcto para el close-up, y muchas para los que sí saben hacerlo.
No obstante, cada cierto tiempo, recordemos, que esta sociedad vive amnesia, y los que ayer estaban hoy no están como “protagonistas” de los acontecimientos “sociales”: lo invisibilizan o se dejan perder de vista, o lo lanzan a la incógnita de ¿qué pasó? ¿Dónde se fue?, porque ya no son parte del apoteósico desfile de vanidades ni de las canciones del momento; entonces es cuando el film de las apariencias adquiere otros “quilates”: el mundo se convierte en un espacio de ruido y murmuraciones, de abundantes conjeturas porque los cronistas de los acontecimientos “sociales” deben marcar las tendencias colectivas: crear fragmentos cinematográficos de realidades virtuales.
Así, estimando como oro lo virtual, lo intangible, se construye un culto a lo “social”, a esa actitud de enorgullecerse contando ilustres historias de personajes que danzan en esta metrópolis como estrellas del celuloide.
Eso es Santo Domingo hoy: un celuloide, cuya producción y realización viene desde la simulación y los cuadros amordazadores del paroxismo de sus cómplices protagonistas, así como de una pandilla propagandística, muy disciplinada, con delatores y esbirros ligth.
Santo Domingo es una ciudad convicta, pero incolora, sin credo, pero aproximada a los chispazos de sátira de quienes capitalizan las coyunturas que el ingenio del cine hemisférico, el americano, no ha podido plasmar en arias matemáticas.
Es cierto, no podemos ir al cine ni hacernos entender por Hollywood porque no “aterrizamos” en entender a las apariencias como un espectáculo desde el poder; y somos descuidados de no saber analizar esa criatura argumental de la ficción o la fantasía-ideal que trae muchas dudas a las inteligencias mediatizadas.
Para lograr entender a Hollywood no podemos partir desde la simple farsa, o desde un vecindario desde el cual se insulta a las masas. La cinta que busquemos producir no puede ser marmórea, tiene que tener cierta gracia en la narración y espiritualidad para por lo menos decir que penetró en nuestros corazones, enrojeciéndonos, aturdiéndonos o haciéndonos compasivos de la mentira; no podemos hacer en Santo Domingo cine solo para divertirnos o de gangsters; es imposible, inviable, de sentido blandengue.
El technicolor requiere crear una buena cartelera dejando a un lado las cintas poco taquilleras o letales; el cine cumbre no es el de la hazaña del protagonista que destruye todo, que hace que el pueblo “conquistado” sea un grupo de gentes harapientas, viciadas, violentas, sonábulas, corrompidas, en fin, decadentes.
Pasmosamente, el mal cine también influye en ciertas mentes del colectivo social al estar frente a la pantalla. En una sesión actuante se muestran prisioneros de su culpabilidad y sin enojos, pero creando una virulenta batalla de desinformación para las audiencias públicas.
Las cámaras, a veces, pueden ser nuestras cómplices, pero ¿quién dice que la euforia de la mentira exhibida en una interpretación que requiere del sesgo de una ideología no provoque que la audiencia se convierta en un gran jurado federal?
El cine es muy poderoso para la propaganda; es tan amplísimo el público que ama el cine, como amplísimo es el público que sabe descodificar sus matices y la amenaza fílmica de una producción discriminatoria de técnicas que permitan al intérprete principal apropiarse de heredades llenas de ambigüedades.
Recordemos que en el cine no se puede tener a la palabra como lo único esencial; las palabras sólo son lo esencial cuando la representación es noble, de honda comprensión para los otros.
Un cine creado sólo por la palabra obtiene el veto del público, porque la palabra es esclava de la insinceridad de los que se muerden las uñas cuando emocionalmente aprenden a construir la infamia sin inmutarse.
La palabra tiene valor artístico en el cine, pero puede ser el talón de Aquiles para que el olvido la sepulte por arbitraria, irrepresentable, fatigosa, poco atrayente, poco argumentativa…aún cuando se muestre llena de encajes y sortilegios.
Lo cierto es que ver cine no es lo mismo que ir al cine. De todas maneras en esta metrópolis de la ciudad de Santo Domingo los recursos de cine se sumarán a la campaña política.
Cada uno podrá juzgar cuál de los actores atraerá su atención: si los que mienten desde sus posiciones de poder e influencia; si los que se presentan como ángeles sin pecado; si los que se muestran más laboriosos y cerca del pueblo y de los pobres; si los que solo con su versatilidad histriónica conquistan millones de súbditos alucinados; si los que se lavan las manos condenando las complicidades de las cuales fueron parte importante; si los que se plantean en “serio” la deuda social; si los que son producto de una consecuencia idílica o un engaño de amor; si los que son huérfanos de poder y llevan a cuesta la desventura de ser instrumentos del menos noble; si los que sin religión, sin moral ni legitimidad se justifican como oprimidos por el poder; si los que haciendo alarde de una personalísima “conciencia” son los herederos del descontento social; si los que a la defensiva no renunciarán a sus privilegios, privilegios que le permiten abastecerse en base a la miseria de los muchos; si los que se expresan como regeneradores de la identidad y se separan de las elites a las cuales sirvieron; si los que se empeñan en que el pueblo no reine y lo humillan urdiendo conjuras a través de una falsa liberación y alivio de sus calamidades; si los que hacen de la política un mercado de antivalores; si los que sublimizan la mentira desde sus
trastornos psíquicos; si los que siendo malos se presentan como lideres solidarios; si los que han hecho de la vida de la mayoría un infierno por sus afanes lucrativos convirtiéndose en magnates del capitalismo y de las mafias transnacionales; si lo que reprueban que la gente piense por sí misma; si los que socavan la libertad escamoteando las esperanzas de justicia.
En fin, tenemos que decidir, ahora, si vamos a ver cine o iremos al cine; lo cierto es, que por “lo visto y oído” veremos un cine de “neurosis de guerra” en el 2012. Santo Domingo: Todo Hollywood nos espera en la butaca 7 de sus salas de
“exclusividad”.