La obra de Jorge Severino (1935-2020) constituye una experiencia audaz, legítima y rebelde de la pintura contemporánea dominicana. Impecable, de una pulcritud artesanal cuyas excelencias no podrían ni los más sofisticados de nuestros críticos (aquellos que fían al manierismo técnico y al “acabado” de los materiales), negar el supremo valor de esta obra. Y tan tensa y rotunda, tan rica en contenidos, que tampoco podrían cuestionarla aquellos que fundamentan su apreciación en la elocuencia de la experiencia expresiva del lenguaje.
Quienes hemos seguido la evolución artística de Jorge Severino, precisamente ahora que acaba de morir, no hacemos más que confirmar la importancia de su ejercicio visual asociado al arte pop y al expresionismo étnico y racial, vertido a través de sus mujeres hermosas y aristocráticas, de una negritud regia, pero liberada de los prejuicios de inferioridad, de la servidumbre. Para atestiguarlo basta ver Dama pía, El tercer origen, La tercera alucinación de Juana la Loca, entre otras.
Los artistas de más relieve siempre hablaron con palabras claras y sencillas de sus obras y de las ideas que en ellas ponían en práctica. Pero raramente se les escuchaba. En la versión de sus autoproclamados intérpretes, que no tardaron en comportarse como expertos, lo que pretendían los artistas sonaba cada vez más complicado, más cargado de significado, más misterioso que en sus propias explicaciones. Por ello, el enfrentamiento entre críticos dominicanos contribuyó enormemente a la pujanza de la tendencia artística de cada momento y despertó el suficiente interés como para convertir esta obra en objeto de discusión pública. De vez en cuando, los artistas se defendían de los equívocos excesivamente notorios, aunque en general, al darse cuenta de lo útiles que les resultaban, renunciaban a un ataque contundente.
Críticos e historiadores del arte dominicano han destilado con notable esfuerzo y habilidad los rasgos característicos de la obra de Jorge Severino. No obstante, a menudo han pasado por alto las conexiones subliminales y han acabado por poner los cimientos de una visión del arte que se rige principalmente por lo externo, es decir, por los colores más característicos y frívolos. En más de un sentido, los equívocos y malentendidos se convirtieron en fieles acompañantes de todas esas corrientes artísticas, aunque, paradójicamente, acabaron su efecto de forma considerable. Tuvieron especial relevancia las polémicas opiniones contra el “arte pop” ejercido por el entonces acuarelista Jorge Severino. No todas fueron contraproducentes y algunas incluso se revelaron como marcadamente productivas. No es casualidad que denominaciones como “expresionista” o “simbolista”, acuñadas en un principio como insultos, acabaran imponiéndose, puesto que designaban los cambios de rumbo más característicos y obvios de este destacado artista.
La raíz del dilema se esconde en las propias obras de arte y es, además, su principal capital, ya que al contrario de lo que ocurre con las habituales manifestaciones del tipo más diverso, la ambivalencia de la obra de Severino es su principal característica. Dicha ambigüedad le permite superar la propia relación con la época. Con todo, ambigüedad no debe confundirse en este caso con arbitrariedad. Serían arbitrarias si tuvieran una respuesta a todos los desafíos imaginables. Las obras de arte cambian según la perspectiva desde la cual se miren y, no obstante, conservan una vigencia más allá de las vicisitudes de la época.
Si se observa con atención la obra de Jorge Severino—en su mayor parte tintas– se advierte que su máxima depuración se refiere al cromatismo y que la coloración de sus cuadros se enriquece en la misma medida en que los negros van perdiendo importancia en ellos. De hecho, el negro queda reducido, a pesar de su presencia constante excepción hecha de los cuadros elaborados a base de materia yuxtapuesta, a servir de apoyo a los contrapuntos. Estos lienzos son “expresivos aformales” y su pintura posee una suavidad, que en ocasión se violenta, sólo compatible con la matización. Y una luminosidad viva los baña. Podríamos asegurar que la luz—que lo vincula en cierto modo al expresionismo figurativo—es un elemento primordial, un factor esencial a la depuración cromática.
Es necesario señalar, sin embargo, que los contrastes no los obtiene Severino como consecuencia de una impremeditación desbordada, sino que dinamiza la expresión, por la dinamización del color y, sobre todo, de los ritmos. Jorge Severino es, no obstante, un pintor sensible a los reclamos del espíritu y, a pesar del cambio temático y de su obra, el artista que se adentra en lo intrínseco del ser late en sus líricas y rítmicas abstracciones determinadas por el juego alucinante del color.
Según Danilo de los Santos, toda la obra de Severino desde su aparición hasta el año 1976 , “temáticamente asume lo místico, lo religioso, la desnudez y la racialidad, inscrito todo a veces en un simbolismo , y otras en una tierna denuncia social a veces crítica y a veces satírica. Pero su sello de pintor no lo hacen los temas, sino los caracteres de una pintura relativamente bicromática, y donde el blanco es utilizado diestramente para dejar la idea exacta de la limpieza de pensamiento y ejecución. En consecuencia, es la obra de Severino de delicadeza factural, de una denuncia sin exagerado realismo, y de un simbolismo gestual puro, armónico y confirmado”. Ver las obras Neto 31 kilos, Sueño III, Dama, Dama reclinada, Baquiní, Personaje para el gran baquiní, Make love not war, Cabeza de muñeca, entre otras
Para Fernando Peña Defilló Severino pinta la “negritud sofisticada”. Sus negras y sus mulatas impactan por la belleza de sus facciones y elegancia de sus atuendos. En otro aspecto, que no desentona en absoluto con la unidad temática, Severino incorpora signos “pop” y “grafitis” que dinamizan su contenido visual y actualizan sus áreas pictóricas.
La actividad de representación en Severino está relacionada con la irrupción de una excitación cromática, de una necesidad, de un displacer, que el acto de pintar está encargado de metabolizar, de representar por su negación, de convertir en su contrario. De allí la ambivalencia de la psique con respecto a sus propias producciones: el amor a la representación es el reverso y el corolario del odio a la necesidad de pintar.
La ambivalencia de Severino no es un estilo en sentido estricto; se trata más bien de una postura intelectual “abierta”, que se sirve de los medios estilísticos más diferentes, dependiendo cuáles parezcan los mejores para revestir de una forma plástica el contenido simbólico que se pretende. Dicho de otro modo: un cuadro simbolista, una escultura simbolista son intencionadamente enigmáticos; en lugar de una comprensión intelectual, la obra exige del observador sensibilidad, pues desea que este reviva la misteriosa profundidad de la obra como una visión interior. A quien no está dispuesto a ello, el cuadro, la escultura, la obra literaria o musical le parecerá incomprensible, peor aún: el observador la condenará por efectista.
Jorge Severino recrea a su manera una expresión estilística muy mezclada, isleña, regional, procreando mentalmente una tipología femenina cuyos rasgos comunes unifican la colectividad neohumanista de su universo cromático.