Lo sabemos y no hay que sazonarlo: estamos en los últimos lugares en todos los rankings mundiales. Esa viciosa propensión por las mediciones agrava la neurosis masoquista del dominicano. Cuando el Foro Económico Mundial, el Banco Mundial, la OCDE, el BID, la CEPAL o el FMI publican sus informes y barómetros, se desata en los medios una apoteosis del pesimismo. 

En las redes sociales detonan las expresiones más tóxicas del fatalismo: una combustión emotiva que envuelve en llamas todo instinto de futuro. Pero tan pronto la distracción pone su oferta en cartelera o el tiempo abona olvido sobre las cenizas, una parte vuelve a festejar la vida y la otra a rumiar las quejas.

Esas transiciones de nuestra rutina son sencillamente espectaculares; revelan el carácter movedizo y pendular de las masas. No sé qué es más trágico: si el retrato estadístico de nuestras carencias o la bipolaridad emocional de la enajenación social. Probablemente los dos, pero ambos cuadros están atados por un vínculo de causa a efecto; así, para optimizar la realidad objetiva es necesario un cambio en la actitud sujetiva. No hay bienestar colectivo sin una conciencia ciudadana informada y determinada. 

En el tratamiento psicológico de cualquier enfermedad se parte, como premisa básica, de que el paciente reconoce y acepta su estado. A escala social esa reflexión terapéutica todavía busca justificaciones en la República Dominicana. La sociedad no ha entendido las causas ni las verdaderas razones de su estado por adolecer de una “conciencia social clara” sobre los inmutables condicionamientos que limitan o subordinan su visión y compromiso.

A pesar de su actitud quejumbrosa, el dominicano ha perdido motivación por el cambio. Hay una dócil conformidad a su realidad que emana de dos fuentes originarias: en primer lugar, del pesimismo social que, bajo la forma de un nihilismo derrotista, entiende y asume como inútil cualquier empeño de cambio; y, en segundo lugar, de la indiferencia prohijada por la seguridad o la comodidad. Ambas actitudes parten de un mismo determinismo social: una que se refugia en el temor y la otra en el confort; en términos aún más claros, nos referimos a una adaptación resistida y a otra sometida.

En el primer grupo se reconocen los que están cansados o ya no creen en un sistema que en poco o en nada retribuye sus aportes al colectivo y que perdió capacidad de respuestas; en el segundo se sitúan los que han hecho todo lo individualmente posible para crear o lograr su bienestar al margen del sistema y no lo quieren poner en riesgo. En palabras aún más gráficas: mientras los primeros resisten un “sistema del carajo”, a los segundos les importa un “carajo el sistema”. En medio de esa disyuntiva se escurre una clase política degradada que es la que “vive del sistema” y en tal condición le importa otro carajo su futuro.

Hace poco llegó a mis manos The progress paradox, una obra de Gregg Easterbrook en la que el autor explica las razones del porqué, a pesar de que la vida parece ir mejor, la gente cada vez se siente peor. Easterbrook justifica esa actitud pesimista en la idea arraigada en el pensamiento occidental de que el futuro está asociado a las expectativas crecientes de progreso y bienestar. Cada generación espera alcanzar más que la anterior. El autor entiende que, a partir de la crisis global, esa perspectiva “incrementalista” se ha truncado por la poca solidez de las bases del pasado, asomando entonces los miedos, las inseguridades y las ansiedades.

Esa decepción es la que ha tomado cuerpo de “venganza” en algunas sociedades políticas como la española y más recientemente la americana, las que han optado por la insubordinación “a su manera” del sistema de dominación a través de propuestas alternas no necesariamente ideales pero sí distintas. Ese fenómeno lo vivió Sudamérica hace más de dos décadas, con resultados pendientes de evaluación histórica.

En el caso nuestro es axiomático afirmar que no se producirá ningún cambio estructural mientras los beneficios “del progreso” vayan a las manos de los que controlan el sistema. Para ellos, nunca habrá razones para pensar que andamos mal en un “ordenamiento” que, a pesar de sus debilidades, funciona dentro de los parámetros aceptables de “su racionalidad”. Y no me refiero únicamente a la clase política, sino a los que controlan la economía y en esa condición intervienen oficiosamente en el juego político del sistema para preservar sus derechos y privilegios en él. 

Para esos resortes, mientras el Estado no intervenga en el mercado (concentrado y desigual) dejando operar sus fuerzas e instintos depredadores, todo es mejorable.  Ellos tienen los medios y los poderes reales para decidir y hacer grandes presiones en el Estado para reestructurar la distribución del gasto, la inversión social, la transparencia pública, las políticas sociales de protección y seguridad para segmentos vulnerables, etc. Para ese sector tales problemas son del Estado; su contribución es el empleo y se creen acreedores del cielo cuando proclaman la cantidad de puestos que generan como si eso fuese un acto de espontánea filantropía, sobre todo si se considera que el 56% de la mano de obra activa en el país trabaja en actividades laborales de informalidad, circunstancia motivada, entre otras, por los salarios de indignidad que dominan en el sector formal de la economía, pendientes desde hace varios años de revisión. 

Insisto, mientras esos centros de poder fáctico no vean amenazados sus intereses en el sistema podremos dormir sobre nuestro cómodo pesimismo, porque aquí no pasará nada, absolutamente nada distinto.