De los mejores recuerdos que guardo en mi corazón, una gran parte está abiertamente conectada al desenfado y la inocencia de la niñez. Esa candidez que adorna a los niños, especialmente cuando atraviesan la etapa en la que no se deciden entre niños ni adolescentes. Yo nunca supe distinguir esas etapas, estuve ocupada viviendo, siendo feliz sin preocupaciones y sin saberlo, atesorando memorias a las que hoy echo mano en el corazón.
Crecí con televisión, con música, con tragedias que enlutaron al mundo; recuerdo cómo de repente el virus del SIDA y la desinformación fueron blanco de discriminación y de casi pánico; fui testigo de grandes cambios que el mundo vivió y que a la fecha siguen haciendo del mundo la nombrada aldea que prometía entre líneas la famosa Globalización y la Caída del Muro de Berlín.
No guardo en mi memoria algún recuerdo de muerte, más que ese dejar el mundo de manera natural cuando los abuelos se van.
De repente, la violencia empezó a decir presente con los atracos, los asaltos a bancos y delincuencia común. En un abrir y cerrar de ojos, los hombres empezaron a matarse entre sí hasta por un parqueo. Dos hombres jóvenes, llenos de vida se disputaban el amor de una mujer y como en el viejo oeste entre el polvo y los caballos ensillados, se iban en un duelo a muerte y los dos se mataban a tiros. Más tarde, en un acto desalmado y sangriento, los hombres empezaron a matar las mujeres y a la fecha, la lista es larga y no tiene planes de parar. Hoy ya se matan nuestros niños. Los mismos a quienes se les pasará la antorcha del relevo, que no bien han aprendido a sumar y restar y ya se están matando a golpes.
Niños cargados de ira como si se tratase de guerreros romanos que se rifan a sus contendientes en un coliseo o en un paredón y que se juegan el todo o nada sólo por deporte. Pequeños que no pasan de 8 años aplicando llaves al cuello como profesionales y jugándose el pellejo de los más débiles, de aquellos que se ocupan de ser niños, de ser lo que se supone que son. Todo esto, ante la mirada ignorante y perversa de gente a la que le queda grande el título de profesor y que deshonran una labor tan noble como la educar.
Hace unos días, también fuimos testigos de un cuadro como sacado de una horrenda escena de terror al más infame estilo de una producción de cine. Lo triste es que aquella escena haya sido una cruel realidad y que haya llevado el luto a una familia en La Romana, la desgracia a toda una comunidad y consternación a todo el que supo de aquel crimen.
Mary Elizabeth Severino, de 12 años, fue golpeada por niños de entre 13 y 15 años de su misma escuela hasta causarle la muerte, ante la indiferencia de las autoridades escolares que ya conocían de aquel acoso del que era víctima la niña y del terror implantado por aquel grupo de niños que la amenazaban constantemente hasta cumplir con su cometido.
Los hechos obligan a reflexión profunda y dejan en evidencia a una sociedad convulsa que agoniza y que parece no importarle mientras la sangre no le tiña a usted.
El Estado, que insiste en fallar en su plan de educación y no es capaz ni siquiera de brindar protección a los hijos de la clase más desposeída y que obliga a la clase trabajadora a dejar el forro de sol a sol, para poder pagar una educación privada que es casi un lujo.
La familia, que ha empezado a desechar el respeto, los valores, el amor, la unión, el afecto, la tolerancia y la diversidad como parte de un mundo en paz.
La sociedad, que parece dormida en un letargo profundo y que no se decide a despertar hasta que maten a todas sus mujeres y todos sus niños.