En momentos en que el país está pasando por una profunda crisis política, social, económica, cultural y moral que produce confusión, desesperanza y sufrimiento en una gran mayoría de los dominicanos. En momentos que escasea la reflexión y el debate que pueden conducir a una toma de conciencia que lleva al reclamo, a la exigencia de rendición de cuentas, a detener los desmanes, desaciertos, perversidades y manipulaciones del gobierno. Precisamente es estos momentos, hay que apelar a la responsabilidad de los intelectuales dominicanos.

El intelectual es un actor social y político no domesticado e importante en la sociedad.  Y es un actor social poderoso. Su poder le viene del conocimiento y de capacidad de enjuiciar la realidad y hacer esfuerzos individuales y colectivos para cambiarla. Le viene de la capacidad de convertir las necesidades y derechos de los ciudadanos en prioridades nacionales, más allá de la compasión clientelista del gobierno. El primer deber del intelectual es impedir que el monopolio de la fuerza o del dinero se convierta también en el monopolio de la razón.

En este momento crítico que vive el país, los intelectuales debemos demostrar que existimos y que tenemos un poder insobornable; debemos hacernos visibles y no pasar desapercibidos; debemos demostrar que tenemos incidencia y que somos capaces para levantar nuestra voz en defensa de la verdad, la libertad y la justicia con valentía y lucidez.

No hay poder político ni económico que sea superior al poder intelectual. La razón pesa más que la desvergüenza, la manipulación y el engaño. No sólo existe la política de los políticos. Si sólo existiese la política de los políticos, no habría lugar para los grandes debates de ideas ni para perseguir un futuro mejor que escapa a la miopía ética de los políticos.

Todo proyecto intelectual opera sobre la sociedad mediante los mecanismos de producción y reproducción de mensajes de los aparatos ideológicos, que en nuestro país son manejados por el gobierno y por grupos para su interés exclusivo, que castigan económicamente, mediante el acoso institucional o la agresión directa a quienes no pueden comprar, mediatizar o doblegar. La responsabilidad de producir y reproducir estos mensajes concientizadores descansa en todos los escenario donde se forman, se desarrollan, trabajan y existen los intelectuales y esto toca también la responsabilidad social y política de las universidades y los medios de comunicación.

Los intelectuales cumplen una función política en la medida en que la política es el arte de organizar la convivencia en una sociedad. En tal virtud, el desorden político y social que vive el país deber ser destapado, evaluado, juzgado, cambiado y condenado por los intelectuales.  Esta tarea pone a prueba la responsabilidad y la integridad de los intelectuales, sobre todo por aquellos que no han establecido una “relación perversa” con el poder político, económico o religioso.  Frente al entramado del poder político corrupto hay un poder intelectual basado en la valentía cívíca, la razón, la verdad y la ética.

No hay democracia efectiva sin verdadero contra-poder crítico. Y los intelectuales responsables constituyen este contra-poder; un contrapoder de crítica, evaluación y vigilancia, de “veeduría valiente y desafiante” respecto al manejo y disposición de la cosa pública.  Este contra-poder comienza por la no aceptación de la exclusión del debate político nacional y la decisión proactiva de influir sobre la opinión pública y sobre el diseño de políticas y toma de decisiones gubernamentales que afectan a los ciudadanos.

Los intelectuales que no asumen su responsabilidad política y social se convierten en traidores o desertores de la condición misma de persona intelectual. Traicionar significa pasarse al enemigo; desertar significa abandonar al amigo, que es el pueblo. Y aquí encontramos a unos y otros.

Es más grave la traición que la deserción pero también la deserción es una culpa. Una cosa es servir a la parte equivocada (al gobierno, a los poderosos, a los corruptos antes que a los limpios de corazón); otra, es no servir a la parte justa (los excluidos, los no-bonificados, los desheredados por el gobierno, los ignorados por el gobierno, los pobres, los sometidos a salarios indecentes por el gobierno central y los gobiernos locales).

El intelectual no puede escapar a estas dos condenas: si toma partido con “los que no tienen el corazón y las manaos limpias”, traiciona.  Y si no toma partido con los buenos y necesitados, deserta. En los momentos actuales que vive nuestro país, a los intelectuales dominicanos sólo nos queda una virtud: no es el valor, ni la voluntad del martirio, ni la desobediencia civil, ni la resignación, sino solamente la voluntad de pensar y defender como comunidad la verdad públicamente. El único honor que nos queda es despertar en el pueblo una conciencia crítica profunda, un sentido de la decencia y de los valores democráticos. Y también el enjuiciamiento y la condena de un gobierno irresponsable e indolente.