Un pensador amigo me dijo con implacable franqueza: “José Luis, tus artículos han perdido dimensión académica; los sufro como dolores renales”. Le contesté con recíproca crudeza: “Es cierto; los tuyos me recuerdan la sinfonía ‘Haffner’ de Mozart interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena en el club gallístico de Haina”.

En el fondo, mi amigo tiene razón; es épico escribir como él, siempre con lucubraciones abstractas sobre teorías filosóficas o jurídicas como si viviera en Suecia, de espaldas a un drama tan desafiante como el que nos constriñe severamente. Más que un ejercicio de responsabilidad intelectual, lo concebiría como un autoengaño evasivo o una complacencia del ego.

Pienso que el intelectual de estos tiempos no solo es garante del rigor, la coherencia e integridad de su pen­samiento, sino de su efectiva encarnación en el entorno vital. Además de creador e intérprete, el intelectual debe ser compromisario testimonial de su realidad. Ernesto Sábato se refería a las dos caras del escritor: una, como indagador de los confines de la condición humana; otra, como ciudadano comprometido. No me provocaría escribir sobre el deshielo de los glaciares polares en medio de una tormenta tropical. Ese ejercicio intelectual pálido, elusivo y ausente ha perdido relevancia por su impertinencia social. El escritor de hoy debe ser alarma ciudadana y sensor social.

No soy ni presumo ser un intelectual, es una condición que respeto sobremanera; a lo más que llego en este hábito vicioso de pensar es a un vulgar artesano de desahogos colectivos perdido en las anchuras del existencialismo más hostil. Pero eso no me invalida para creer que un oficio intelectual desconectado de las condiciones concretas que hoy nos apremian constituye una elección escapista, utópica y contemporizadora. Obvio, esa es mi opinión: tan bizantina como subjetiva, tan necia como mi libertad.

En esta era del “progreso banal”, el intelectual no debe ser adorno ni fetiche, mucho menos eco de los poderes del sistema, más bien un constructor de conciencia social o, como diría el escritor argentino Rodolfo Walsh, uno que por su alto compromiso en “vez ocupar un lugar en la antología del llanto lo debe tener en la historia viva de su tierra”.

Teorizar sideralmente al margen de una tragedia tan cruda, inicua y deshumanizante como la que vive la sociedad dominicana de hoy es intelectualmente irresponsable.  A veces me pregunto: ¿Quiénes son y dónde están los intelectuales? Tenemos una crisis patética de pensamiento crítico y creativo. Una parte de los llamados o considerados como tales deambula entre bohemias decadentes reencarnando el ayer entre copas de vino; otros, rendidos al statu quo, como tecnócratas acomodados, echando panzas sedentarias; algunos postrados servilmente a los gobiernos y no pocos diluidos en la intrascendencia o batiéndose entre chuscos duelos de jactancias.

La intelectualidad dominicana está caducando; debe superar la nostalgia y rebasar a Trujillo y a la guerra de abril, una obsesión unitemática que ha producido más del ochenta por ciento de la bibliografía dominicana “moderna”. Esa tendencia se anota en una visión sentimentalista de la historia, que a pesar de su profusión, ha tenido un pobre impacto en las generaciones emergentes. Sus lectores suelen ser predominantemente los mismos contemporáneos de sus narraciones. A pesar de que perviven los mismos arquetipos, valores autocráticos y de autoridad del ayer, las respuestas de hoy no son ni remotamente las mismas; el mundo global nos ha descubierto y nos impone satisfacer creativamente a sus inéditos retos. Nuestra gran crisis es de futuro, una realidad que se despliega como el desafío más prominente del presente.

¿Dónde están los pensadores, los planeadores, los visionarios de ese futuro? ¿Cuáles son los planes, las estrategias y las coordenadas para los próximos veinte años? ¿Puede descansar esa responsabilidad en una clase política depredadora, disoluta y animal que dirime las ideas con el gatillo y que hace de la política una carrera de realización personal? ¿Cuál es la elite empresarial consciente, solidaria y comprometida que tenemos para la construcción de una sociedad más equitativa? ¿Acaso una casta clerical entronada sobre la sumisión a una fe medieval, sin una voz profética vigorosa para denunciar los vicios, las exacciones e iniquidades del establishment, pero sí para bendecirlo mientras perduren en él sus innegociables privilegios?

Una clase intelectual de baja estima que se cobija bajo la sombra de los poderes fácticos no será más que una sirvienta barata de sus caprichos. Y es que el elitismo fashion de hoy no tiene capacidad renovadora, menos constructora; es narcisista y petulante; convierte las tribunas cívicas en pasarelas y los discursos en dividendos. Es oportunista, fachoso e insulso y se legitima en la crítica a la clase política sin proponer ni hacer nada distinto. Pide transparencia pública pero no abre sus libros contables: habla de justicia social desde las cimas; reclama cambios de rumbos desde su inmovilidad y habla en nombre de un pueblo que no conoce.

El pasado nos ilumina, el presente nos obliga, pero el futuro nos convoca irremisiblemente. Faltan hombres de ideas para diseñarlo y de valor para construirlo. ¿Y dónde están, que no los veo?