Obtener series de imágenes es una de las grandes alegrías del coleccionista. Obtienes un corpus, puedes hacer tu propia película, establecer valores comunes, pensar una narrativa. Entonces sabes que hay más de una palabra.

Eso me ocurrió con un juego de postales adquiridas en el Tirol. La suerte fue doble: por la cantidad y por tratarse de un sitio único, Santiago de los Caballeros.

Sobre la capital cibaeña nos hemos formado una imagen tan moderna que desenfoca sus orígienes. Su iconografía histórica descansa en tres espacios en el sentido común: la Fortaleza San Luis, el Parque Central y el Monumento a la Restauración. Naturalmente, hay mucho más.

La tradición puede ser traicionera. Una ciudad no solo vive de la historia o de un conjunto de anécdotas. Y eso suele acontecer con los espacios alternos al capitaleño, que se funden en anécdotas, como si no tuvieran un valor nacional, como si no revelasen aspectos insularmente comunes.

“Ciudad corazón” o “Capital cibaeña”, Santiago de los Caballeros es la mejor demostración de lo tardío que la Colonia se convirtió en República. A pesar de su importancia histórica, su papel de espacio-eje, su urbanidad fue muy restringida, porque no posibilitó el asentamiento en piedra. La razón de esta insuficiencia se debe a los efectos de las actividades sísmicas en la zona, que ya hizo borrar el asentamiento original en 1562. Quedaron entonces las ruinas de Jacagua, el primer asentamiento eclesiástico de la zona.

Al pensar a Santiago como espacio-eje me refiero a su conciencia de saberse como ciudad de caminos, encuentros, cruces y no como espacio en sí, consistente. La economía tabaquera que recién estrenó en el siglo XVIII no produjo clases sociales conscientes de su papel histórico hasta bien entrado el siglo XIX, por los tiempos de la Restauración. Más que burguesía, Santiago tuvo campesinos ricos. Ciudad concentrada en sí misma, tuvo que esperar hasta la Ocupación norteamericana para asumirse dentro de las leyes del capital internacional.

Esta imagen es de los tiempos de aquella Ocupación. Lo primero en destacar es su plano, que busca un enfoque a la altura de la pareja de señora y niño que parecen entrar a una casa.

La columna a la derecha, sobresaliente por su fuera de foco, nos advierte que se trata de una construcción en cemento, firme, pero que aquí solo existe como índice de bienestar. Las edificaciones restantes son de madera. Salvo la tercera de izquierda a derecha, definible como un bohío urbano por el techo de yaguas, las otras exponen la gran calidad de la arquitectura santiaguera.

Espontáneamente se ha generado una simetría entre los personajes de la imagen. En el centro, un señor de espaldas, caminando justo por el centro de la calle. A la derecha la pareja mencionada, y a la izquierda, dos niños que por la cabeza descubierta y los moños podrían considerarse de los más bajos estratos sociales. Por la ventana de ese bohío puede salir una cabeza, espetando.

Caminar por en medio de una calle, desplazarse por una vía todavía sin pavimentar, disponer de tiempo para advertirse solo en el espacio público, es estar insertado en una cotidianidad todavía no eminentemente capitalista. Que para el desnivel entre calle y viviendas sea salvado por un tablón convertido en escalera, significa que se construyó en altura y que las inclemencias típicas como la lluvia se dejen resolver de manera espontánea, natural, sin que haya un sistema de acueductos.

Este es el Santiago de los Caballeros que afloraba en los primeros veinte años del siglo XX, captado por un ojo cultivado, seguramente europeo, acostumbrado a la vida de ciudades agitadas claramente agitadas y que aquí encuentra el contraste, la festina lenta.

La falda hasta más arriba de los tobillos de la señora revela que no pertenecía directamente a la pobreza. También las dimensiones de la ropa indicaban clases sociales, inserción en el espacio público. La sonrisa del niño se debía a su saberte “estar posando”. Entre fotógrafo y actores se establecía cierta complicidad. La escogencia del plano a nivel de estos dos personajes significaba un esfuerzo mayor para el fotógrafo, que debía bajar el nivel habitual de su trípode. Si consideramos lo pesado de las cámaras fotográficas de la época, la poca flexibilidad de sus manejos, entonces colocar la cámara casi al nivel del suelo era un esfuerzo mayor, una propuesta de complejizar la imagen, de captar algo nuevo, novedoso.

Detrás del niño sonriente hay una silueta de algo que se movía, tal vez algún campesino sobre su burro, con sus árganas.

El principio cuasi geométrico de los personajes también nos revela un ojo cultivado en el nuevo culto visual en las simetrías. Quien toma buenas fotografías sabe del arte de dejar que los motivos se muevan hasta captarlos en un orden, en cierto catálogo cartesiano.

El contraste del bohío con edificaciones firmes nos revela un aspecto de Santiago de los Caballeros y del resto del país dominicano hasta aquel primer cuarto del siglo XX: la democracia de la convivencia cotidiana, la relación espontánea entre pudientes y menos pudientes. Los santiagueros siempre se han  auto representados como sociedad abierta, más allá de las diferencias clasistas. Tal vez por eso ellos mismos se consideran como “la ciudad corazón”. Y con razón que lo son.