Surgir de las palmas. Salir de árboles. O del agua. O de ese vapor del río Ozama con el que Nicolás de Ovando tenía problemas, porque, ¿cómo podía ser saludable una ciudadanía expuesta a los vapores salidos de un río? El problema ya había sido planteado por Santo Tomás de Aquino en su “De regimine Principie”, y todavía aquél magnífico de la Orden de Alcántara estaba pensando en ello a la hora de trasladar el villorrio de Santo Domingo, para luego convertirlo en ciudad, en esa nueva parte occidental del Ozama.
Santo Domingo surgió entre sueños, preguntas, inquietudes tardo medievales.
Y está aquí, suculenta, en una imagen de 1913, tomada por un viajero que antes había entrado por Sánchez, tomado un par de imágenes de la construcción del tren y llegado aquí, al centro de la Isla.
Estamos frente a un espacio donde también se está entrenando el ojo fotográfico de lo colonial-moderno.
Nos visitan, nos cartografían, nos incluyen en sus órdenes iconográficos, que será una nueva manera de colonizarlos. Somos fotografiados y eso seremos: imagen para la confirmación, la suposición, el volver a viejos saberes de cronistas y viajeros y constatarnos en ese “ahora” de 1913.
Salimos de las palmas como la mujer del caracol o como Laooconte se desata de sus serpientes. De alguna manera surgimos. Y lo hacemos con un perfil que combina pasado, presente: al perfil de la Fortaleza Ozama se suma el de la Catedral, los Dominicos, el del nuevo Palacio Consistorial, todavía en construcción.
Surgimos. Divinas que eran nuestras palmas.