Casi sin quererlo, mi mano acaricia tu pelo aunque me des la espalda, dice Claude François en Comme d’habitude (como siempre). El protagonista de la canción pasa recuento de un amor que ya no es. Pese a todo la sigue queriendo: la besa al despertarse y ella lo ignora; le acomoda la sábana para que no tenga frío y ella lo ignora; trata de jugar con su pelo, deseando que los jugueteos se prolonguen pero ella… sigue ignorándolo. Después toma su café acompañado del periódico antes de marcharse al trabajo. Y así cada día igual al otro.
Lo sorprendente de esta canción no es el tema del “amor perdido” del cual hay una y mil versiones, baste ver el repertorio de José-Alfredo Jiménez: Ella quiso quedarse cuando vio mi tristeza o aquella de: Por tu amor que tanto quiero y tanto extraño, que me sirvan una copa y muchas más; sino la melodía que ha perdurado desde que sale a la luz en los emblemáticos y revolucionarios años sesenta hasta ahora.
Cuando Claude François la graba en el otoño del 67 ya había probado las mieles del éxito (si me permiten la trillada frase de la prensa de espectáculos) interpretando sobre todo canciones norteamericanas (If I had a hammer, por ejemplo), tendencia generalizada en aquellos años. Gracias a Comme d’habitude mató tres pájaros de un tiro: su carrera toma un segundo aire, interpreta y compone algo original y logra exorcizar el recuerdo de France Gall. France era una rubia encantadora que con diecisiete años bien repartidos entre cabellera, voz y figura enloqueció a Clo Clo. El idilio fue efímero pero el tema pareciera eterno.
Sin embargo, fue la adaptación al inglés hecha por Paul Anka, la que desencadenó la fiebre por interpretarla. Los periodistas de Le Figaro, Bruno y Pasqualini cuentan cómo surge todo. Anka gustaba de vacacionar en Francia donde, gracias a una feliz coincidencia, escucha Comme d’habitude y queda fascinado al instante, por lo cual consigue los derechos de la canción. Qué importa si al volver a casa la olvida en un cajón (otra frase hecha).
Cierta noche el canadiense cenaba con Sinatra y, entre un whisky y otro coñac, el neoyorquino se confiesa decepcionado de la farándula, a tal punto que incluso menciona que pronto tirará la toalla. Ignoraba que Paul lo consolaría con la canción que a la postre se convertiría en su himno, en su declaración de principios: My way, cuyas primeras estrofas hablan de la inminencia del fin, lo que obliga a un balance final: And now the end is near, and so I face the final curtain.
Para ese entonces Claude François ya ha vendido trescientas mil copias del tema, sin necesidad de echar mano de sus lindas coristas las Claudettes, rubias y gráciles como él (toda una innovación para la época) y acompañándose sólo del piano y del recuerdo de los besos idos de la Gall. Sus discos seguirán vendiéndose como pan caliente (otra frase fácil); hoy sobrepasan los 60 millones.
Yo vivía en Lyon cuando en el cine aparece Podium (del director Yann Moix), una película cuyo personaje se siente Claude François y vive como tal, aunque de vez en vez trabaje de empleado bancario. Su sueño parecerá acariciable en el concurso de dobles famosos que intentará ganar. Fue así como me familiaricé con su leyenda que incluye una muerte misteriosa a los treinta y nueve años: que si se electrocutó (¿al intentar ajustar un bombillo en su baño, con la secadora del pelo?), que si fue suicidio o sobredosis. Las peregrinaciones que anualmente realizan sus seguidores a su tumba, la víspera del once de marzo, merecerían otra crónica. Desde entonces me pareció una especie de Elvis made-in-France, aunque sus alcances no fueran los del melenudo de Graceland.
Ya lo he dicho, Comme d’habitude fue transformada en My way y de la versión inglesa de Sinatra saltó de lengua en lengua, de cantante en cantante… escucho a Elvis Regrets i had a few, antes ya admiré a la italiana Patty Pravo cantando a modo mio. La versión alemana (So leb dein Leben) que me propone youtube simplemente la evito pero me emocionó con la voz, más inolvidable que aguardentosa, del “príncipe” José José, tal vez gané o tal vez perdí, ahora sé que fui feliz, a mi manera. El requinto de Los Panchos me sugiere bailes íntimos, de esos que propician que los cachetes se junten. Termino mi excursión con Nina Simone, cuya versión acompañada de tambores africanos me invita si no a bailar, cuando menos a mover un pie.
Por qué se vuelve pegajosa una canción, me pregunto en mis horas de ocio. En verdad no tengo respuestas, tampoco sé si es mejor la versión original o sus infinitas adaptaciones. Sólo constato que más allá de gustos, modas o tendencias hay melodías, canciones, letras, que permanecen como una sombra, como una sonrisa oculta.