La sociedad dominicana participa cada día, cada hora, cada minuto y cada segundo, de experiencias singulares; singularidad que se manifiesta en el tipo de experiencia y en el impacto de la misma en la vida del país. Las experiencias son distintas en su naturaleza, en su intensidad, en sus efectos, en sus interpelaciones y en sus desafíos. Por esto, ubicamos la realidad de nuestra sociedad en un nivel de complejidad cada vez más crítico. La complejidad puede ser una expresión de conexión con el mundo actual en sus avances y desarrollos; puede significar, de otra parte, un nivel de contradicciones y de conflictividad que requiera atención de emergencia. En el caso particular de nuestra sociedad, lo que está aconteciendo se vincula con situaciones que demandan alerta roja y decisiones transformadoras.

Nuestra sociedad padece el impacto generado por la facilidad con que se modifica la constitución para responder a intereses de grupos de poder y de organizaciones partidarias. Estos confeccionan un traje a la medida para que sus programas y proyectos se mantengan en la cima. No piensan ni toman en cuenta si estos programas y proyectos benefician a los ciudadanos ni, mucho menos, si fortalecen el desarrollo del país. De la misma manera, la sociedad dominicana sufre por el avance que experimenta, en muchos ciudadanos, la cultura de servirse a sí mismos en las funciones públicas y privadas, sin tener en cuenta las necesidades y los derechos de los demás, particularmente cuando se trata de un bien público por tener un alcance colectivo.

La tristeza de la sociedad dominicana es mayor cuando observa cómo en la vida cotidiana la normativa que regula la convivencia social y la organización institucional es burlada de forma permanente; es alterada para favorecer a los amigos, a los parientes, a los que pueden agradecer el gesto aparente de solidaridad con dinero, el que no siempre tiene un origen legítimo. La tristeza se convierte en angustia cuando los bienes públicos no son de nadie y se los roban; se venden una y más veces; se empeñan; se regalan; se sobrevaluan; se utilizan en los hogares de funcionarios, de empleados, de militares, de religiosos, de políticos, de empresarios y de comerciantes cercanos a las esferas del poder gubernamental o de partidos influyentes.

Sin duda participamos de una sociedad rota por el dolor que le produce la verdad de los hechos relatados; pero, sobre todo, su padecimiento se eleva exponencialmente al constatar que jóvenes y adultos están asumiendo como cultura cotidiana la lógica de sobornar y de adherirse a la riqueza sin calcular su procedencia; sin medir el descalabro ético, moral y social, tanto para su persona como para su familia y para la comunidad social en la que actúan. Además, jóvenes y adultos asumen un estilo que desconoce los marcos éticos mínimos; que transgrede los valores esenciales del tejido social, del contexto familiar y de la integridad personal.

Una sociedad rota pierde el oxígeno que da vida; malgasta sus esfuerzos y energías con los que podría construir un presente y un futuro mejor para cada ciudadano y para la colectividad; sustituye sus principios y valores, por prebendas, por prevaricación y deshumanización sistemática. Asimismo, una sociedad rota cuenta con instituciones que son disfuncionales, que carecen de rigor y de autoridad para contribuir a la reconducción de la ciudadanía y al fortalecimiento de la filosofía y de los valores que nos legaron los Fundadores de la dominicanidad: Duarte, Sánchez y Mella. Son instituciones instrumentalizadas por ideas y sectores preocupados solo por su propio provecho. Reconocemos, también, que la sociedad está rota por el escaso valor que tiene la vida humana en este entorno; y por la debilidad institucional para reducir o eliminar la delincuencia social y política que amplía y diversifica la rotura.

Pero a pesar del cumulo de experiencias que certifican la existencia de una sociedad rota, el tejido social dominicano tiene capacidad para reinventarse; posee espíritu y fuerza para recomponerse. Todavía le queda alma para inspirar el bien; para suscitar compromisos y empeños con acciones y decisiones de políticas capaces de introducir cambios duraderos, aunque lentos y frágiles. Aun tiene posibilidades de proponer con atracción toda tarea encaminada a dotar a la ciudadanía de un sentido de pertenencia responsable y firme; de una educación de calidad articulada a la pedagogía para la transformación social y humana.

La sociedad se recompone si cada ciudadano asume su rol y actúa con seriedad tanto en el sector público como en el sector privado; si cada familia colabora activamente, asumiendo su rol doméstico, su rol social y su rol político, de tal manera, que antepone el cuidado y la formación de los miembros y todo lo que sea necesario para forjar un país mejor. La capacidad de recomposición de la sociedad depende, también, de la solidez de sus instituciones, de la rectitud con la que actúen en su fuero interno y en el contexto social. Parece que no son muchas, pero aun siendo una minoría, existen instituciones en el país que están trabajando con pulcritud, con efectividad; y con propósitos transparentes y bien direccionados.

Todos los dominicanos debemos comprometernos con alguna tarea específica para agilizar el proceso de recomposición y de transformación de nuestra sociedad. Nos debemos empeñar en revisar nuestro propio comportamiento para que no seamos obstáculo alguno a la hora de hacer avanzar el país; a la hora de potenciar sus capacidades para que se coloque entre los más productivos, entre los menos corruptos y entre los más justos del mundo.

La República Dominicana cuenta con una colectividad con múltiples potencialidades. Seamos los primeros en coser lo que está roto para que su vitalidad y sus valores sean más robustos y fecundos; para que esta fecundidad tenga un carácter integral.