El continente americano tiene muchas virtudes y mucha riqueza humana y natural que lo habilitan para celebrar y construir un presente-futuro promisorio para sus habitantes. Es, también, un territorio caracterizado por su belleza y por la desigualdad sistémica. La CEPAL, la UNESCO, el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional presentan estudios y análisis que muestran al continente con tareas pendientes en materia de igualdad, de inclusión y de índice de desarrollo humano. Cuando estos tres últimos rasgos son escasos en un contexto determinado, a nadie le puede extrañar que se produzcan situaciones extremas; que surjan líderes sociales, políticos y religiosos con posturas e ideas controvertidas. En esta línea podemos situar la radicalidad de Jair Bolsonaro en Brasil; la vuelta atrás de Daniel Ortega en Nicaragua; las excentricidades de Donald Trump en Estados Unidos; el irrespeto de Nicolás Maduro a los derechos humanos en Venezuela y el nerviosismo reeleccionista del sector gubernamental en la República Dominicana.

El continente está movilizado por el susto, por la amenaza que supone el tipo de liderazgo que gobiernan las naciones y por los líderes emergentes. Esta situación afecta la democracia social y política. Se corre el riesgo de afirmar posturas y tomar decisiones que hagan retroceder las conquistas que los pueblos han alcanzado con su lucha. Por esto es que la educación crítica es necesaria en los contextos educativos y sociales actuales. Este tipo de educación posibilita el desarrollo de la capacidad de pensar y de tomar posición ante los hechos. Promueve una postura razonada a favor del bienestar colectivo. En la educación crítica la formación tiene como foco el desarrollo del pensamiento crítico y de la imaginación creadora. Con estas herramientas los sujetos formados son menos pasibles de manipulación, menos instrumentalizables, pues desarrollan habilidades y actitudes que les permiten discernir, analizar los hechos con más objetividad debido al cambio de cultura y de mentalidad.

En países como Brasil, Venezuela, Nicaragua y también República Dominicana, el susto queda desplazado por el pánico. Son naciones que, además, reflejan hastío ante partidos y líderes políticos que no tienen mucho afán por el bien común, pero sí mucho interés en afianzar su poder y en darle continuidad a gran velocidad. Son pueblos que requieren una recuperación de su voz para vencer el miedo, para reconstruir lazos y hasta para sobrevivir, ya que hay países en los que la desigualdad es tan profunda que la voz de la mayoría empobrecida jamás es escuchada. Para salvar al continente de un liderazgo centrado en sí mismo, hemos de fortalecer la educación de las personas. Hemos de contribuir para que la mayoría empobrecida pueda participar de procesos educativos que le permitan defender su dignidad y contar con referentes que le recuerden que no puede ni debe convertirse en objeto de ningún líder, de ningún partido político.

Los procesos educativos que proponemos han de posibilitar, también, el surgimiento de un liderazgo más coherente e innovador. Los que estamos comprometidos con la educación integral de las personas y de las comunidades no podemos desmayar en el trabajo orientado a la instauración de políticas públicas que liberen de la desigualdad y sustituyan el pánico continental por una democracia marcada por la justicia distributiva y por un liderazgo político menos egoísta y más responsable.