El arte audiovisual tiene la fuerza de interpretar y comunicar más vívidamente las interioridades humanas. Sus imágenes dejan pisadas emocionales que caminan en nuestra existencia como vivencias propias.

The Acussed, una película dirigida por Jonathan Kaplan y escrita por Tom Topor en 1988, tatuó su penetrante memoria en mi razón visual. Ella recoge la historia de Sarah Tobias (interpretada por Jodie Foster), una camarera que trabajaba en un bar de un pueblito de Massachusetts. Sacudida por los bandazos de una vida sin propósito, esta mujer decide abandonar a su compañero adicto como forma de liberarse de sus maltratos y abusos. Busca en la cerveza un lenitivo para su dolor existencial. En un momento de profunda decepción, decide visitar  un bar para encontrarse con una amiga camarera. Mientras espera que su turno acabe, casi borracha, Sarah empieza a coquetear con unos jóvenes que juegan en un billar. Acepta bailar con un hombre en un recodo penumbroso de la taberna. Desinhibida, se mueve de forma soberanamente seductora. Atraídos por la cadencia libidinosa de sus serpentinas caderas, los hombres le hacen un cerco de animaciones. Después de terminar el improvisado show, ella decide macharse, momento que aprovechan unos jóvenes para tirarla sobre una máquina de juego. Entre el bullicio y la jerga, tres de ellos, brutalmente excitados, la violan sucesivamente sobre una mesa de billar ante la mirada lujuriosa de varios testigos.

Hace unos días asomaron como fantasmas los recuerdos dormidos de esa película. La historia se recreó a su caprichosa manera. Esta vez no fue en un bar mugroso de un suburbio americano sino en un restaurante de la ciudad capital. Me reuní con un amigo que además es funcionario público. El encuentro fue convenido una hora antes a través de líneas muy reservadas de comunicación. Luego de un intercambio de levedades nos adentramos a confesiones más sinceras.

Me contó de sus náuseas morales y conflictos de conciencia. Temía perder olfato para percibir la fetidez de lo que veía y escuchaba como rutina. Jamás pensó que el poder podía aturdir tan recónditamente la naturaleza humana. Me habló de las rivalidades de las tendencias dominantes dentro del partido oficial y me dijo que sus causas son los negocios; que, en ese aspecto, no hay diferencias entre el nuevo y el viejo gobierno: a la postre se trata de intereses con otros estilos. Las intrigas que mueven esas ambiciones, según su confesión, son infernales; existe el temor, en algunos funcionarios, de que entregar el gobierno sin haber concentrado un poder económico lo suficientemente competitivo con la gente del gobierno anterior les expondría a un riesgo político muy alto, considerando la marginación sufrida en el pasado reciente. Me reveló las bases de las estructuras de dominación económica de la gente de la pasada administración: los oligopolios creados gracias a concesiones privilegiadas, el mercado indecoroso de los hidrocarburos, las mafias de las licitaciones, las inversiones de políticos en empresas emergentes y tradicionales, la razón económica de los pactos con algunos dirigentes de la oposición, los jugosos negocios de la generación eléctrica sobre prácticas leoninas consentidas por los gobiernos. Me dijo quién es quién en la “economía del poder”, tanto políticos como empresarios, una suerte de lista Forbes del terror. En fin, me dijo sentirse moralmente abochornado por ser testigo mudo de tanta indecencia. Al terminar, solo recordé las macabras escenas de la violación colectiva de Sarah Tobias y el rostro de algunos testigos que contemplaban encrespados el oprobioso ultraje sin hacer nada. Me sentí, al igual que él, uno de ellos.

Mientras escuchaba el siniestro relato, mis pensamientos escrutaban en el tiempo y traían a la mente el ocaso de la vieja democracia venezolana, muy parecida a la nuestra: partidaria, excluyente y corrompida. Recuerdo a Carlos Andrés Pérez, cuando, ya destituido y en prisión domiciliaria, declaró el 13 de agosto de 1998 a un medio colombiano lo siguiente: “La situación venezolana no le deja a uno dónde poner la mano. El 90 % de los venezolanos no quiere a los partidos políticos y va a votar por un vengador social, por alguien que venga a resarcir los daños de los gobiernos. Estamos viviendo el caos de la institucionalidad… este es un país molesto, fatigado y cansado”. Quien admite esa realidad fue uno de los políticos más corruptos de la democracia partidaria venezolana, que contribuyó con sus desfalcos al colapso moral que lamenta. En menos de seis meses, Hugo Chávez Frías se instalaba como presidente de Venezuela.

La culpa de mi amigo era apenas la envoltura de su temor por el futuro.  Le estremecía imaginar que en el devenir no se produjeran cambios de rumbo; le preocupaba la sostenibilidad del régimen bajo esos condicionamientos. “Ya no es posible robar tanto…” era su repetitivo lamento. Lo decía más con miedo que con vergüenza. Una vergüenza que apenas respiraba en sus palabras.

Este amigo, que confiesa haberse igualmente aprovechado de “las oportunidades” del cargo, me hizo una pregunta tan descarada como difícil: ¿Y qué vamos a hacer? Me sentí acorralado. Ella gravita de forma perturbadora en mi mente; es la misma pregunta que deambula en las aulas universitarias, que se desliza en las cerosas y largas mesas de los salones empresariales, que tropieza en los despachos públicos, que desprecia la oposición política, que se escurre en las ceremonias rituales, que se aleja de los estrados, que se proclamaba como sol de verano en las calles, que se duerme en el relajante acomodo de nuestra indiferencia.  ¿Hasta cuándo seremos testigos del estupro de la nación?