El mundo está atónito por el incremento y la intensidad de hechos que afectan la vida y la educación de las personas y de las naciones. En el transcurso de este año ha acaecido, en la geografía internacional y local, una gran cantidad de acciones violentas que mantienen en vilo a los ciudadanos e interpela a los gobernantes. Son desafiantes los actos violentos acaecidos en Nueva Zelanda, en Nicaragua, en México, en Sri Lanka, en Libia, en Yemen y en los Estados Unidos; así como los problemas violentos que ya son sistémicos en Haití y en Venezuela. No se puede olvidar la violencia que hace temblar el Mar Mediterráneo por el desprecio de líderes europeos a los que buscan otros horizontes para liberarse de los efectos del hambre, de la persecución política y de los conflictos bélicos. La República Dominicana no es una excepción, pues sufre, también, de la violencia, de la que hay indicadores concretos en el campo y en la ciudad.

El fenómeno de la violencia es complejo por los distintos componentes físicos, sicológicos y morales que lo constituyen; y es diverso por los diferentes tipos de violencia que se palpan en el contexto personal, socioeconómico y político-cultural. A las dificultades generadas por la violencia, se añade el estrés que afecta a millones de personas y que convulsiona un sin número de instituciones.

La violencia y el estrés están invadiendo todo y, sin darse cuenta, la sociedad dominicana está sumándose dócilmente a la cultura de la violencia y del estrés. Esta realidad se visualiza en niños, adolescentes, jóvenes y personas adultas. El estrés, con sus manifestaciones de agobio, está expulsando la estabilidad y la paz personal e institucional. Los efectos del estrés tienen un impacto fuerte en la salud, en la economía y en las relaciones personales e institucionales. Su incidencia en el ser humano pulveriza las condiciones propias de una vida integrada; de igual manera, destruye el equilibrio interno y externo de una institución.

Poner especial empeño para que la República Dominicana pase de una vida escasa por el auge de la violencia a una vida plena que asegure una sociedad más pacífica y desarrollada

En este mundo desfigurado es donde se desarrolla la vida y la educación de los dominicanos. La desfiguración que se produce por el peso de la violencia y del estrés    ejerce una influencia decisiva en los estudiantes, en los profesores y en los demás agentes educativos del sistema educativo dominicano. Esta influencia se vuelve incontrolable cuando las actitudes y las prácticas que adoptan las personas adultas les marcan una dirección confusa y perturbadora a los más jóvenes.

Por el descontrol de los adultos y por el avance de la violencia estructural del sistema político y social de República Dominicana, se observa con dolor la consecuencia de la violencia extrema en niños que son capaces de acosar sistemáticamente a otros; que son capaces de agredir verbal y físicamente hasta provocarle la muerte a otra persona, como acaba de ocurrir en la ciudad de Santo Domingo. Ante esta difícil situación que parece incontrolable, emergen innumerables interrogantes que tienen respuestas precisas en el discurso, pero en la vida diaria se vuelven bloques que obstruyen una convivencia saludable y consistente.

En el contexto nacional, ¿quién se atreve a negar que la desconsideración sistemática entre los políticos puede incitar a la violencia infantil, social y escolar? ¿Quién sostiene que el silencio cómplice de los que dirigen el país ante la impunidad y la corrupción no incentiva la violencia y el estrés personal y social? ¿Quiénes se atreven a considerar que las tensiones continuas entre el Ministerio de Educación y la Asociación Dominicana de Profesores disminuyen o liberan de la incertidumbre y de la violencia administrativa y política a los actores del sistema educativo?  Pero, además, ¿quiénes son los que piensan que los feminicidios cotidianos, el acrecentamiento de hogares destruidos y de huérfanos no tiene impacto alguno en los que sufren directamente la situación y en los entornos en los que se producen?

Lo cierto es que ya no hay tiempo para pausa ni para mantenerse como simples observadores. Se ha de pasar de la expectación de la violencia a una acción pensada y sostenida que contribuya a la instauración de un régimen social y político que asegure la paz y la integridad de las personas y de la sociedad.  Se han de establecer políticas públicas y educativas que aseguren una paz que permee las actitudes y la práctica de cada ciudadano y de cada una de las instituciones. Los gobernantes de esta nación y las organizaciones de la sociedad civil y empresariales han de dejar atrás la pusilanimidad; han de poner especial empeño para que la República Dominicana pase de una vida escasa por el auge de la violencia a una vida plena que asegure una sociedad más pacífica y desarrollada. Asimismo, han de concentrarse en su trabajo para que la educación pase de la ilusión a una acción integral que transforme el sistema educativo dominicano al hacerlo más humano y eficiente.