La República Dominicana va avanzando lentamente  en múltiples aspectos. Los avances son lentos y con reducido alcance para todos, pero poco a poco nos abrimos a un mundo más civilizado y promisorio. Una muestra de esto es la conciencia colectiva que existe respecto a la necesidad de una nación más educada y de una ciudad educadora;  la presencia de personas y pueblos interesados en recrear sus identidades desde un diálogo inteligente y reflexivo con países vecinos y lejanos.

Este pausado progreso podemos notarlo en personas y organizaciones con mayor conocimiento de sus derechos y de sus responsabilidades; y con un sentido crítico más desarrollado,  mejor enfocado. Estos adelantos son visibles aun en el escaso desarrollo económico y político del que participamos. Se constatan también en la fuerza que ponen varios sectores sociales para que la ética direccione la actuación del gobierno, de las instituciones, de las iglesias, y de todos los ciudadanos. Nuestra percepción es que seguiremos abriéndonos a mejoras sustantivas, a pesar de las bestialidades que tengamos que observar en la vida cotidiana de nuestro amado país.

Una de estas bestialidades está relacionada con la Ley de tránsito 241 y con la justicia. En la prensa escrita y en la digital, así como en la televisión y en la radio hemos leído, hemos visto y hemos escuchado que el señor Ronald Parreño Liriano, según informan las autoridades de AMET,  ha vuelto a infringir la ley de tránsito después de haber participado en el accidente de la carretera Sánchez-Nagua en el que murieron 18 personas. En otro artículo ya abordamos este hecho  por la insensibilidad radical de autoridades, políticos, partidos políticos, iglesias, empresarios de carreteras y ciudadanos en general.

A pocos meses de este terrible acontecimiento, volvemos a encontrarnos con el señor Parreño transitando en una vía prohibida para vehículos. De nuevo el escándalo, los grandes titulares y las declaraciones de las autoridades con una firmeza que desconocen y con una integridad a la que le tienen miedo.

Asimismo, se prolonga el lamento y se utilizan los sentimientos de la gente para convertir en burbujas lo que debería ser un reencuentro digno con la ley; lo que debería ser el paso al frente  de una justicia responsable y justa con ella misma. Estamos participando de una justicia que se vuelve ridícula al alejarse cada vez más de sus principios rectores; de su mística, de  su compromiso con una educación judicial, lúcida y contextualizada para que los ciudadanos aprendamos a valorar, a respetar y a identificarnos con las leyes por su efecto en el bienestar común y en el bienestar individual. De igual manera, ese compromiso con la educación judicial es necesario para que las personas y las instituciones aprendamos  a comprometernos con la organización social, política y jurídica del país.

El desorden institucionalizado que revela el tránsito en el contexto dominicano está llegando al límite; y esto nos induce a pensar que urge una labor educativa y un trabajo más eficiente y eficaz de las autoridades para que se recupere el sentido, la necesidad y utilidad de las leyes; así como para que descubramos que la aplicación justa de una ley tiene como consecuencia el bien de la colectividad, la protección de las personas y de las familias. Por ello apelamos a que los representantes de la justicia en el país hablen lo menos posible. Y, si han de hacerlo, que sean los hechos los que testifiquen un ejercicio de la justicia hermanado con la transparencia, con la verdad innegociable y, sobre todo, con un trabajo digno y respetuoso de sí misma.

Todavía no dejamos de preguntarnos: ¿Por qué el Señor Parreño Liriano en menos de un año  busca libremente otros muertos, después de los 18 de la carretera Sánchez-Nagua? ¿Por qué la Ley de Tránsito, le da más importancia a una persona que a las 18 muertas y a sus familias? ¿Por qué los sindicatos tienen tanto poder para hacer y deshacer en materia de tránsito terrestre en nuestro país? ¿Por qué burlamos las leyes sin ningún rubor ni vergüenza? Las preguntas son infinitas y preocupantes.

Todas y cada una de estas preguntas nos devuelven la respuesta en una síntesis que apremia e interpela: los tres poderes del Estado y las iglesias necesitan educarse a sí mismos. Requieren una identificación seria con la ética y una firme determinación a favor del bien ciudadano. Las iglesias tienen mucha influencia y mucho poder en las  personas y en las instituciones de este país. Por ello es importante su participación activa y sostenida en la búsqueda de alternativas de solución a este grave problema.

El bien ciudadano pasa por una formación sistémica y efectiva que produzca cambios significativos en el modo de entender y asumir la ley, en la forma de conocer y respetar los principios centrales de la justicia. Para hacer esta labor con la sistematicidad y el rigor requerido, las instituciones deben dejar de ser una entelequia y  convertirse en agentes eficientes que lideren la investigación, el análisis y la búsqueda de soluciones a los problemas sin negociar resultados.

La problemática que abordamos en este  artículo nos hace pensar que estamos en el país de las maravillas donde la ley se transgrede a sí misma. En nuestro medio, la ley se burla de la ley porque es blanda y ajustable al poder económico,  a la influencia política, al estatus social,  al poder religioso, al linaje personal, así como a la fuerza de organizaciones empresariales y sindicales.

La autotransgresión de la ley ya no resiste más. Demanda atención a una situación que  deteriora la estabilidad de las personas, de las familias y del país. Es el tiempo oportuno, es la ocasión precisa para tomar en peso las leyes que intentan ordenar la vida de los dominicanos. Es hora de  que la justicia dominicana sea creíble, coherente y humana.  Necesitamos instaurar un sistema de veeduría permanente para denunciar los casos en los que la ley se mofa de sí misma.