Este jueves República Dominicana y el mundo conmemoran el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia Contra la Mujer, día en el que se recuerda el vil asesinato de las mariposas, las hermanas Patria, Minerva y María Teresa Mirabal a manos del tirano Rafael Leónidas Trujillo.

Fue declarado así en 1999 por la Asamblea General de las Naciones Unidas y desde entonces el mundo ha permanecido en una lucha constante, pues aún persisten obstáculos para construir sociedades inclusivas y sostenibles, especialmente en los países de Latinoamérica.

Por lo general, cuando se habla de violencia contra la mujer se hace una relación directa a los feminicidios, que aunque bien es cierto es la más grave manifestación de este mal, no es la única. Hay maltratos silentes, que a pesar de no dejar marcas físicas dejan heridas internas, dañan la salud emocional de una mujer.

Un ejemplo de ello es el acoso y el odio que se esparce en las redes sociales hacia algunas mujeres de opiniones fuertes y que no siempre cuentan con el visto bueno de la mayoría.

El maltrato hacia las mujeres también se manifiesta con la desigualdad salarial, pues a pesar de que las mujeres tienen más años de estudios que los hombres y mayor nivel de especialización, todavía devengan un salario menor, inclusive cuando hombre y mujer hacen el mismo trabajo dentro de una empresa.

Se habla también de las causales, aquel debate de 24 años en el que se toma en cuenta la opinión de todos, menos la de las afectadas directamente: las mujeres.

A pesar de las limitaciones y barreras, las mujeres dominicanas han estado presentes de manera significativa, ejerciendo liderazgo en todos los momentos de la historia nacional y en todos los procesos de construcción democrática.

Hoy, el editorial toma voz de mujer y encarna en las palabras de periodistas de ACENTO, que, desde sus perspectivas y anécdotas quieren llamar a la reflexión en este día.

He visto el maltrato delante de mí muchas veces. De adolescente cuando vivía en Capotillo, un barrio de la zona norte del Distrito Nacional, me tocó ser testigo en varias ocasiones de las amenazas de muerte que le hacía un hombre a su esposa y sus dos hijos.

En uno de los episodios aquel hombre amenazó con quemar la casa mientras su esposa e hijos dormían. Escuché decir que aquellos niños no pegaron un ojo durante esa noche. Gracias a Dios solo se quedó en amenaza y esa mujer y sus hijos están vivos para contarlo.

Con el tiempo aquella mujer decidió separarse de su verdugo y este nunca más volvió a asomarse. Dirían muchos que ella “tuvo suerte”.

Todos los que vivían en la misma calle donde residía aquella familia sabía lo que ocurría, presenciaban los actos de maltrato, pero nadie se atrevía a denunciar ni a interceder, solo murmuraban entre ellos, pues como reza un adagio popular de los barrios de nuestro país “en pleito de marido y mujer nadie se mete”.

Yo con unos 12 años aunque no entendía las razones sabía que no estaba bien y me preguntaba por qué nadie hacía nada. Realmente tenía miedo de que en algún momento en esa familia pasara una desgracia.

Estoy segura que en este preciso momento hay una niña o niño que al igual que yo le toca ser testigo de las asperezas de una familia disfuncional.

A veces las mayores consecuencias las pagan los hijos de aquellas familias. Crecen con esa semilla sembrada por dentro y repiten el ciclo de violencia porque fue el único ejemplo que pudieron aprender en casa.

Es por esta experiencia y otras más que sueño con que ningún niño, niña o adolescente tenga que enfrentarse a una situación como esta, así viva del otro lado de la acera.

Tengo diez años ejerciendo el periodismo y a lo largo de esta década me ha tocado cubrir decenas de casos de feminicidios. Algunos han sido llevados a cabo con tanta crueldad que, por más que como profesional una quiera dejar de lado los sentimientos, es imposible que no se le estruje el corazón.

Recuerdo que en mis inicios en esta profesión tuve que dar cobertura a una de las peores tragedias que había visto hasta ese momento: un hombre mató a su pareja, a la madre de esta y a otra más que se encontraba en la casa donde ocurrió el hecho.

Para mí fue impactante, pues no me había tocado cubrir ningún caso parecido.

Pero, al darle seguimiento, y cuando pasado el tiempo llegaron algunos casos más, tomé conciencia de que algunos tenían en común las señales de violencia que antecedían esas tragedias.

Y es que el feminicidio es el último escalón que alcanza la violencia contra la mujer o de género, pues a él le anteceden un sin fin de capítulos violentos que a veces pueden llegar a ser imperceptibles para las propias víctimas.

No solo se califica como violencia de género cuando un hombre propina heridas físicas a la mujer. También existe la violencia económica, verbal, emocional o psicológica.

Estos tipos de violencia llegan con pequeños actos que van creciendo hasta llegar a desenlaces fatales.

Como periodista quisiera no tener que volver a escribir sobre ningún feminicidio más, pero sé que quizás eso es una utopía.

Lo que sí puedo hacer es motivar a las mujeres a que no callen. Decirles que no están solas. Que siempre habrá la opción de pedir ayuda. Que siempre habrá alguien que las escuche, que las apoye. Que el silencio mata.

Es importante que se creen sanciones más severas para aquellos que maltratan a la mujer. Que la “justicia” no se venda, ni vea el cargo que ocupa el infractor.

Algunos nombres de las víctimas salen en los medios de comunicación, otros quedan en el anonimato sin ninguna explicación, pero no dejan de ser importantes ya que es una vida que se perdió.

La falta de políticas por parte de los gobernantes para erradicar este flagelo que afecta a nuestra sociedad ha sido notoria.

Es por esto que nuestro país ha visto morir a aquellas guerreras que  a pesar de acudir a las autoridades en busca de ayuda no la obtuvieron y manos criminales silenciaron sus voces.

En República Dominicana se han levantado movimientos para ser la voz de aquella que un día creyó en la justicia, y nunca le llegó su amparo y protección.

Quisqueya no aguanta más ver ojos llorosos de niños huérfanos, madres sin hijas, familiares y allegados con el corazón roto porque un día le fue arrancado su ser querido.

A estas personas los acompaña la falta de esperanza, las cicatrices del alma que nunca cierran, los recuerdos vividos con el que ya no está y lo que hubiese pasado si su luz no fuese  apagada.

Se debe aprender desde los hogares -y continuar en las escuelas- que la violencia no lleva a nada bueno, que los golpes no son reflejo del amor y que  los celos traen agonía y tristeza.

Debimos de ser educados mejor,  para entender que el hombre no tiene la última palabra y que también pueden llorar delante de los demás sin tener vergüenza; esto no le quitará  su hombría, tampoco serán menos "machos".

De igual manera que la mujer no es propiedad de nadie y que si no quiere estar con alguien es libre de irse en cualquier momento.

Para esta fecha en 2019 la redacción nos encargó a nosotras, al igual que hoy, el editorial. Para ese momento narré lo vivido durante una mañana en la Unidad de Atención a Víctimas de Violencia de Género, Intrafamiliar y Delitos Sexuales (UVGIDS) de la provincia de San Cristóbal, y hoy lo recuerdo de nuevo.

Aquel día fui en busca de información sobre un caso de violación a una menor. Entre tantas vueltas, uno de los lugares que me vio pasar fue la UVGIDS. En lo que la secretaria me gestionaba una reunión con la fiscal, llegó una chica cojeando. Resulta que fue a hacer una denuncia con 21 puntos detrás de la rodilla después de una disputa con su pareja.

Mientras estaba ahí, otra mujer esperaba reposando sobre su brazo en la entrada del pasillo. Como si nada, en un abrir y cerrar de ojos se sumaron unas 8 personas en la sala de espera, 10 con el policía y la recepcionista.

Querellas, órdenes de alejamiento… llegaban a pedirlo como pan caliente. En eso, otra llegó caminando con dificultad, y además tenía un ojo morado. No había ni que adivinar, su cara lo decía todo.

Me fui, entrevisté a un periodista de la zona, fui a la fiscalía, entrevisté a un abogado y volví a la unidad de violencia. La del ojo hinchado seguía ahí y atrás de ella había más en turno.

Eso fue solo una mañana, tal vez media hora, de una de las 25 UVGIDS que en ese momento habían en el país (dato estimado al 2018), porque no en todas las provincias hay una oficina de esas.

Yo quedé preocupada, un poco impactada por las heridas que vi, y sorprendida de lo normal que parecía. Tanto así que, en medio de la investigación del caso de violación, me tomé la libertad de escribir esos detalles para no olvidar, y hoy me tomo la molestia de contarlo para que ustedes, lectores, tampoco olviden, porque en 2021 las cifras siguen sin mejoras significativas.