Confusión es la palabra que mejor describe el estado de situación de este momento, luego del magnicidio de la pasada semana contra el presidente haitiano Jovenel Moise, de Haití.

Hay dos presidentes. O dos que se proclaman presidentes. Dos primeros ministros. O dos que se proclaman como tales. El presidente del Tribunal Supremo de Casación falleció por Covid. No hay cámaras legislativas. Apenas hay vigentes 10 diputados, de 30, y carecen de legitimidad para tomar decisiones.

La Policía Nacional de Haití está seriamente bajo sospecha. La versión de que fuerzas extranjeras asesinaron al presidente se cae. Los colombianos parecen haber sido contratados por el propio presidente Moise para que actuaran a su favor, protegiéndolo a él y a su familia. La primera dama sobrevivió, y se inventan mensajes en su nombre. Si hay confusión sobre el asesinato es porque los que lo mataron quieren que sea así.

Entre las autoridades que se disputan el poder en Haití hay narcotraficantes, criminales, ex agentes oficiales, políticos que auspician bandas criminales, y un estado de terror en las calles, porque las bandas de delincuentes tienen el control y no los agentes de la seguridad pública.

La comunidad internacional, representada por las Naciones Unidas, tiene las manos atadas y les falta voluntad para entrar en Haití y ayudar en el reordenamiento político e institucional, porque son víctimas de la confusión que afecta a todo el mundo. Y porque sus decisiones del pasado la acusan de ser responsables de lo que ocurre hoy.

¿Qué razones podían tener extranjeros para asesinar al presidente de una nación tan empobrecida y tan deteriorada como Haití? Ninguna. La muerte del presidente hay que buscarla internamente. Los que actuaron fueron empujados por los odios y las diferencias políticas internas. Pudo haber mercenarios, pero no parecen ser los que se quiere señalar como chivos expiatorios del crimen.

La división de los políticos haitianos es demencial. No se han puesto de acuerdo en el pasado, no lo hicieron con los presidentes Aristide, Preval, Martelly y tampoco lo quisieron hacer con Moise. Moise quería profundamente un cambio en la constitución haitiana para pasar a un régimen presidencialista, parecido al dominicano. Moise hizo esfuerzos para que los empresarios y las familias haitianas poderosas, invirtieran en su país y se comprometieran a pagar impuestos.

Una demostración del odio que generaron sus políticas fueron las manifestaciones que se hicieron desde el 7 de febrero de este año, pidiendo su salida, por la finalización de su mandato. El sostuvo que le faltaba un año y pensaba que era posible cambiar la Constitución en ese año, y realizar elecciones para que un nuevo presidente se instalara el 7 de enero del 2022. Un infantilismo político, podría decirse. No era posible, por razones de tiempo y por la profundidad del problema.

La división de las fuerzas políticas impedía cualquier acuerdo. La violencia se apoderó de las calles. Las bandas son patrocinadas por algunos partidos políticos. Algunas se han salido de las manos de los políticos, y un ex policía comienza a trabajar como si pretendiera el poder: Jimmy Barbecue Cherizier, quien acusa a las familias poderosas del crimen contra Moise, y ahora, de forma oportunista, pide venganza.

Naciones Unidas tiene una gran responsabilidad en el deterioro de la situación de Haití. La fuerza de paz que había dispuesto (MINUSTAH) la retiró en un momento en que aún hacía falta un control internacional. Y dejó unas fuerzas limitadas al poder judicial. Hoy no hay presidencia de la República, ni poder judicial, ni poder legislativo, y el Consejo de Seguridad de la ONU no sabe qué hacer.

Estados Unidos, como imperio, tiene también altísima responsabilidad en Haití. Pero tampoco tiene claro el camino. Acaba de apoyar a un presidente provisional con un historial de vergüenza, que incluye el tráfico de drogas. Francia ha mantenido una política de distancia, y evitar entrar al ruedo. Su compromiso es con el Consejo de Seguridad.

Una primera cosa que habría que hacer es justicia con el presidente mártir. La otra es restablecer algunas de las instituciones. Jamás podría pensarse que quienes intelectual o materialmente son responsables del magnicidio pudieran quedar en el poder en Haití. Ese es el gran dilema. Hace falta que la comunidad internacional identifique las fuerzas políticas con seriedad, capacidad y calidad para asumir la responsabilidad de encauzar ese país por un sendero democrático. Las bandas criminales hay que sacarlas de las calles. La Policía Nacional Haitiana hay que reformarla. El Tribunal Provisional Electoral hay que blindarlo, porque tiene la responsabilidad de legitimar las elecciones que se hagan a partir de ahora.

El trabajo tiene que quedar en manos de las Naciones Unidas. Habría que convencerla, por supuesto, porque lo que han visto el Secretario General y el Consejo de Seguridad en Haití es de locos, y ni se imaginan regresando a seguir tratando con los políticos haitianos. Si para algo debe servir Naciones Unidas en situaciones extremas como esta, es para ayudar a restablecer la paz en un país cuyos dirigentes no tienen claro el camino.