Con la lectura del artículo de Rosario Espinal, de este miércoles, hay que concluir que la democracia le ha salido muy costosa al país.
Los políticos se han empeñado en que la democracia se desenvuelva con una alta burocracia y como si en realidad se estuviese comportando como una gran democracia, que atiende todos los problemas del país.
Tenemos 23 ministerios, cada uno con personal excesivo, hasta llevar al Estado a ser el mayor empleador, con aproximadamente 700 mil empleados. Sin discutir el desorden salarial que existe, ni las prebendas y muchas iniquidades que resultan del abuso de las autonomías administrativas que a varias de las instancias estatales se les han otorgado.
La división política de nuestro pequeño territorio es esquizofrénica. Cualquier pedazo de tierra con dos o tres mil personas es proclamado provincia, y ya vamos por 32 provincias, 158 municipios y 210 Distritos Municipales. Tenemos dos cámaras con 222 legisladores, y una retahíla de ministros sin cartera, viceministros, directores generales, asesores, embajadores, embajadores adscritos, vicecancilleres, consejeros que se llevan gran parte del presupuesto asignado a las instituciones a las que pertenecen.
Y como corolario hay que agregar que esa burocracia, excesiva en número y en sus actuaciones con los fondos públicos, tampoco rinde cuenta ni resuelve los problemas que las instancias a las que pertenecen les corresponde enfrentar.
En realidad se trata de un ejercicio del poder por parte de individuos que desconocen o destruyen las instituciones, y que asumen las funciones como un patrimonio que le han otorgado y no una responsabilidad que han adquirido, con una parte de rendición de cuentas que cada día resulta más perentoria.
Y luego viene la cuestión política. El poder es posible porque la política partidaria abre las puertas y otorga privilegios que de otro modo es imposible conseguir. En la democracia, según Giovanni Sartori, el poder radica en el pueblo, que es quien otorga o delega en ciudadanos con condiciones especiales las tareas de gobernar. Ese pueblo es insignificante en el caso dominicano, carece de poder y se convierte en un pordiosero, alimentado por el clientelismo y el patrimonialismo, y recibe migajas cuando debía recibir instituciones funcionando con eficiencia, con pulcritud, que ofrezcan servicios igualmente en correspondencia con las necesidades de la gente.
“En este proceso primero hay un movimiento ascendente, de transmisión del poder del pueblo hacia el vértice de un sistema democrático, y después un movimiento descendente del poder del gobierno sobre el pueblo. Así el pueblo es al mismo tiempo, en un primer momento, gobernante, y en un segundo momento, gobernado”. Esto sostiene Sartori, pero esa es la mera definición de la relación entre el pueblo y los gobernantes. En la formalidad es así, pero en la realidad en nuestro país hemos saltado todas las murallas, y nos hemos desquiciado en nuestro sistema democrático.
Es así como hemos llegado a que el gobierno sobre el pueblo no tenga nada que ver con el gobierno del pueblo. El poder lo ejerce a su modo, a su manera, sin respetar las normas, incluida la Constitución de la República, quien lo detenta. Uno tras otro los presidentes controlan y modifican el poder y sus rejuegos, y establecen normas nuevas o cambian las normas existentes. Es una democracia fallida.
Ya quisiéramos tener una democracia representativa, con transmisión representativa del poder, sin manipulaciones, sin que el titular del poder pueda utilizar los recursos públicos para perpetuarse, o sin que pueda manipular los organismos que tiene el Estado para garantizar el equilibrio de poderes, como el Congreso Nacional y la justicia.
Con mucha pena hay que admitir que Rosario Espinal tiene razón cuando evalúa y concluye con tanto pesimismo que el Estado se está tragando a la sociedad. Lo dijo de este modo:
Muy pronto el Estado Dominicano se tragará la sociedad, y ambos naufragarán. Mientras tanto, ¡que siga la fiesta! Ay ombe.