La democracia es un sistema político y social que tiene virtudes y debilidades. Ejerce una atracción particular para muchos ciudadanos y Estados en el mundo; y, por su naturaleza compleja, requiere  equilibrio de fuerzas y una evaluación continua de sus procesos y resultados. Algunos de sus valores sustantivos, como soberanía del pueblo, participación social y  libertad, se están convirtiendo en un bien escaso; se colocan distantes de la sociedad a la que deberían sostener y de la que han de ser ejes rectores. Este sistema tan apreciado está en crisis hoy. La gravedad de su situación no es casual; tiene orígenes claros y consecuencias concretas; sus padecimientos no son epidérmicos, son estructurales y, por ello, tienen efectos letales en la sociedad como colectividad plural y en los sujetos que la conforman.

América Latina y el Caribe constituyen, en los momentos actuales, el epicentro de un movimiento integrado por sectores sociales diversos, que perdió el miedo y  ha decidido luchar para recuperar algo de lo que la democracia debe aportarle al pueblo. Las voces y las acciones se han articulado con el objetivo de recordarles a los gobernantes, a los líderes políticos, a los empresarios y a los militares que la democracia no puede quedarse en el plano de las ideas; ha de concretarse en programas y políticas que impacten positivamente la vida de la gente. Ante una democracia aparente y al servicio de unos pocos, se ha fortalecido la postura  de buscar de forma decidida un cambio de situación. Las redes sociales y las calles se han convertido en plataformas y escenarios que articulan fuerzas para rechazar los retazos de democracia existentes en la región. En este contexto se genera la acción contra gobiernos que violentan los principios democráticos, al tener como cimientos la desigualdad, la concentración de poder y de riquezas, así como la postergación de las necesidades básicas de las personas; y la precarización de los bienes y servicios que estas requieren para vivir con dignidad y decencia.

Las protestas de los pueblos de Nicaragua, Chile, Haití, Venezuela, Ecuador, y con menos intensidad en República Dominicana, constituyen una muestra del estado crítico en que se encuentra la democracia. Esta crisis se profundiza por el abuso  de poder de gobernantes y funcionarios; por la implantación de la corrupción y de la impunidad como baluartes de un liderazgo que ha perdido la razón y se conduce instintivamente. En este marco, observamos, con pavor, el amor desmedido de gobernantes y funcionarios de la región al poder y a las facilidades que le ofrece el puesto que ostentan. Estos convierten la Constitución  y las leyes en instrumentos de su obsesión por el poder, para reelegirse tantas veces como sea posible y esconder prácticas corruptas, robos públicos y, sobre todo, su identificación con perfiles dictatoriales.  Ha causado pena el final de Evo Morales en Bolivia. Todos los esfuerzos que desplegó para rescatar a esa nación de la pobreza y de la exclusión en la región los echó por  tierra al desarrollar acciones contrarias a la Constitución y a la voluntad del pueblo. No se descarta la intromisión de agentes externos en la realidad boliviana. Pero, al mismo tiempo, la actitud y postura del presidente saliente han sido visibles y evaluables. Todo esto responde a la adicción al poder.  Estas circunstancias y otras colocan a la democracia en estado  crítico y nos urgen a pensar juntos alternativas que reviertan el estado actual de esta situación. No hacerlo genera más problemas por el estancamiento que sufren los valores democráticos y por el atraso democrático en el que se sumerge la región. La constricción de la democracia en América Latina y el Caribe ya no tiene frente a sí un pueblo pasivo e indiferente en los distintos países. Hay algunos, como el caso de la República Dominicana, en el que hay que fortalecer el desarrollo de la conciencia crítica y la capacidad de articulación de fuerzas para liberar este país de corporaciones de políticos y aliados, cuya opción es la autosatisfacción, en detrimento de los procesos sociales, económicos y políticos que benefician directamente a la gente vulnerable que forma parte de la mayoría de la sociedad.

La democracia no espera más; grita justicia para sí misma; y confía en que la indiferencia a los estragos que sufre se irá reduciendo para abrirle paso a una región menos desigual, más moderna y equitativa. Pero, también, las trizas democráticas con que contamos no resisten más erosión y, mucho menos, instrumentalización a favor de individualidades que desconocen el verdadero sentido de este sistema político y olvidan intencionalmente los derechos y las necesidades de las personas. Llegó el momento de hacer más por la democracia para devolverle la vitalidad y efectividad; arribó el tiempo de hablar menos, de dejar a un lado las palabras huecas y de transformar en hechos concretos los sueños democráticos que todavía vivimos en pleno Siglo XXI.