Sucede que, al fallecer alguien respetable, cuya vida dedicó a enaltecer su cotidianeidad y la del prójimo, solemos preguntar por qué no fueron otros de muerte merecida los que murieron ese día. Por qué no dejan este mundo aquellos de infame contabilidad existencial. ¿Por qué se fue él y no aquel? Ante una muerte que no debió de ser, ante una partida inesperada, es una interrogante ineludible, aunque lleve culpa. Esas idas a destiempo constituyen un acto de suprema arbitrariedad que cuestiona el designio divino.
Y si quien muere es aquel con quien intercambiábamos afectos por más de cincuenta años, y semanas antes revisábamos proyectos de asueto y el devenir de nuestros hijos, la pregunta se torna agresiva, repleta de enojos, y directamente al cielo, mencionando a quienes debieron estar tendidos en el sarcófago en lugar de él. Pero estoy consciente de la inutilidad de esa ira que no tiene alcance ni oyentes. Sé que el precio de seguir viviendo es ser testigos de la muerte y trágicos voceros del tiempo que concluye para quienes amamos. El duelo es exclusivo del sobreviviente, que paga en pena su estadía.
José Manuel López Valdez, mi viejo amigo, murió antes de tiempo. Hombre inteligente, práctico, enemigo de polémicas innecesarias, rechazó con sostenido desprecio los temas políticos y mantuvo un escepticismo realista sobre nuestros hombres públicos. Sin ostentaciones, gustaba de las artes plásticas y atesoraba antigüedades junto a su esposa. Supo ser un discreto sibarita y constante viajero. Ajeno a los rituales de alta sociedad, se mantuvo en el ámbito familiar y en contacto con sus amigos de siempre. No creo que tuviese enemigos; quizás algún banquero resentido por las reglamentaciones y las normativas que luchó siempre por implementar en la banca comercial. Sospecho, sin embargo, que al regirse siempre por la razón y no por arbitrariedades, ni siquiera esos afectados se enojaban con él. Sus aportes profesionales han sido ampliamente reconocidos aquí y en Hispanoamérica.
Se mantuvo unido con insistente amor a su esposa, a sus hijos, y a sus nietos. Si alguna vez vi ferocidad en sus ojos fue en aquellas pocas ocasiones en las que alguien intentó afrentar a uno de los suyos. Su dedicación a ellos fue total. En su “callada manera” de tímida expresividad, se dio a querer, y quiso a quienes fuimos sus amigos a través del tiempo. Un afecto sencillo y constante del que nunca dudamos y que al morir echaremos de menos.
En un país como el nuestro, de abundantes canallas, un hombre de ese talante no tenía que habernos dejado. La inexorable parca se equivocó. Debió llevarse a otros. Lo digo sin culpas al despedirme de José Manuel, el entrañable, parco y buen mozo, chaval, bimba. Los del “grupo de España” escuchamos desde ayer en nuestros corazones saetas tristes y redoblantes fúnebres, mientras te imaginamos paseándote por alguna de esas calles del Madrid que tanto quisiste.