Con la muerte de Jack Veneno acaba no solo la existencia física de un personaje digno de una novela de Balzac. También culmina una trayectoria que brindó al imaginario popular un sustento cuasi mítico en un país en el que no abundan los héroes y donde otros que se erigieron como tales asentaron sus reales en pedestales de barro.
Nadie reconocerá a Rafael Antonio Sánchez hasta que no se cite ese sobrenombre propio de cartelera hollywoodense. Jack Veneno alcanzó un estrellato singular, merced a lances y volteretas de la Lucha Libre. Fue espectáculo más que deporte, pero entretenimiento de masas que hizo delirar a más de una generación que siguió con euforia pagana a un gladiador de un circo muy particular.
Al margen de campeonatos, rivalidades y disputas por cabelleras, Jack Veneno se instaló para siempre en el alma popular como un paradigma. Las cicatrices en su frente fijaron en el público una extraña manera de ver labrada una historia personal dentro del ring. Fuera de él, su aureola de semidios de arrabal hizo que niños, jóvenes y ancianos vieran en él un prototipo digno de admirar más allá de las cuerdas.
María de Jesús Contreras, una anciana de más de 90 años, en el barrio Capotillo, obligaba a su nieto a escribir cartas semanales para que, alguna de ellas, resultara en la tómbola del programa semanal de Jack Veneno en televisión, y pudiera ser leída, con elogios y subrayados de virtudes y destrezas del protagonista de esta historia. Y si resultaba agraciada la carta, y era leída, se convertía en la alegría infinita para la anciana admiradora incansable, semanalmente, de las destrezas y virtudes de Campeón de la Bolita del Mundo, como decía con alborozo el locutor Silvio Paulino.
Jack Veneno fue el epítome del héroe barrial. En él se resume una vida con arrestos épicos de un muchacho nacido en San José de Ocoa que había quedado fascinado con las películas del luchador mexicano El Santo. Una carrera fraguada a golpes y patadas, el luchador se proyectó desde el cuadrilátero como un ídolo de pujos testosterónicos, obligada referencia para apuntes de una sociología de la hombría caribeña e ícono publicitario sin par de la farmacopea criolla.
Cuando el pueblo quiso lucha, tuvo siempre a mano a Jack Veneno. Su faja era algo más que un cinturón plagado de brillo de oropel. Era, en verdad, un reconocimiento al arrojo, la perseverancia, el acto supremo de complacer el grito estentóreo y voraz del auditorio que se apiñaba en el coliseo.
Esta vez, el viejo Jack, enfermo y postrado, libró su último combate en la intimidad lastimosa de esas horas en que los minutos cuentan hacia atrás. La muerte, cuando llega, no sabe de duelos a tres caídas.
La parca se ha llevado su faja. La gente, sin embargo, se queda con el recuerdo memorable y airoso de su adalid, el que podrá preservar con tintes de leyenda porque nunca hay barro en la argamasa que teje sólida la idolatría popular.