Muchas veces tendemos a asimilar los problemas que enfrentan diversos países europeos, en que una fuerte corriente de opinión contraria a los inmigrantes va ganando espacio, amenazando los sistemas políticos por el auge de partidos de ultra derecha neofascistas, con la República Dominicana actual, los problemas migratorios y el auge de las ideas extremistas.

Y aunque en algunos aspectos se parecen, nuestra situación es mucho más complicada. Lo primero es que ellos tienen estados fuertes y nosotros tenemos un Estado muy débil, lo cual nos complica la vida en diversos sentidos. Uno de ellos es que estamos en precaria capacidad de aplicar las leyes, particularmente la de migración y la de trabajo, posibilitando que miles de personas crucen las fronteras sin mayores inconvenientes y obtengan trabajos sin regulaciones, por lo que la presencia de inmigrantes irregulares se hace cada vez más visible y despierta más recelos.

Otro es que al interior del Estado se dan situaciones que no podrían darse en Europa. La insólita sentencia del Tribunal Constitucional mediante la cual se intenta despojar de la nacionalidad a miles de dominicanos es algo impensable en una sociedad civilizada. El despojo de la nacionalidad es uno de los actos más inhumanos que, es cierto, ya sucedió en la propia Alemania (con los de origen judío), pero de eso hace casi un siglo. Los contrapesos institucionales y sociales modernos no permitirían eso.

Tampoco podría darse en un país de mayor desarrollo el uso indiscriminado de los medios de comunicación para incitar el odio contra aquellos que discrepan de las ideas extremistas, ni mucho menos llamar a matar a hermanos y calificar de traidores a la patria a gente que tanto ha luchado por mejorarla, y hasta al propio Presidente de la República. Y mucho menos que llegaran a casi monopolizar los medios de comunicación inculcando los más salvajes instintos humanos, contra vecinos y hermanos. La libertad de expresión tiene límites y, como dice la máxima de John Locke, donde no hay ley no hay libertad.

Obsérvese que en Europa se intenta evitar que los propios ataques terroristas, originados muchas veces en extremismos religiosos ligados a la población inmigrante, se canalicen hacia sentimientos políticos de tipo xenofóbicos o a reacciones violentas contra inmigrantes o demócratas.

Ahora bien, la mayor diferencia es que ninguno de esos países tiene a su mismo lado otro país tan pobre, cuya frontera se pueda cruzar a pie. Y aunque los dominicanos tenemos un Estado débil, nuestro mayor problema es que los haitianos virtualmente no tienen Estado, y eso dificulta no solo llegar a entendimientos de aplicación confiable, sino incluso aplicar los propios instrumentos de política nacionales, como la documentación de inmigrantes que nunca han tenido documentación de origen.

Todo ello provocará que el problema siga sin mayores cambios independientemente de los plazos que se pongan, para lo cual no vemos una solución en el horizonte inmediato. En virtud de que esa masa de inmigrantes pobres va a seguir compitiendo con la población pobre dominicana por aportar a la economía lo único que ambos tienen en abundancia, que es su fuerza de trabajo, eso va a seguir afectando el mercado de trabajo, la productividad laboral media y los salarios reales. Y también seguirán compitiendo por los servicios de salud, educación y la asistencia social.

Este cúmulo de factores seguirá alimentando sentimientos antiinmigrantes al interior de la sociedad dominicana, que se propagarán hacia la clase trabajadora en la medida que haga conciencia de los perjuicios económicos a que le conduce. Si a ello le agregamos una dosis de odio racial en ciertos grupos, y de antihaitianismo (que en ningún caso es sinónimo de patriotismo, aunque venga disfrazado) de sectores más amplios movidos, entonces veremos crecer en el país un movimiento de corte neofascista que tarde o temprano termina de la peor manera.

Para evitarlo, atenuarlo o postergarlo, creo que el Estado dominicano tiene que canalizar sus esfuerzos por las vías que debió conducirlos desde hace un siglo: primero, control de la inmigración por la frontera, y eso no debe ser una reacción coyuntural a situaciones de momento, sino como una política permanente. Segundo, control del mercado de trabajo, como hacen en otros países, que es perseguir la contratación de inmigrantes irregulares, pues en la República Dominicana se ha desarrollado un mercado de trabajo propio para haitianos. Y finalmente un intenso esfuerzo diplomático dirigido a procurar, no ayuda internacional para los dominicanos, sino programas de cooperación para el desarrollo de Haití. Fuera de nuestros ancestrales problemas propios, por mucho tiempo uno de los mayores va a ser la pobreza de Haití.

Si a estas cosas no se les encuentra remedio, al tiempo que simultáneamente los dominicanos siguen emigrando hacia el norte, entonces la unificación de la isla terminará siendo una realidad, no porque así lo haya dispuesto ningún líder ni por conveniencias de ninguna potencia, como se inventó Balaguer, sino por nuestra propia incompetencia.