El mundo tiene seis meses conviviendo con una pandemia que desde sus inicios ha desafiado a las ciencias y a los sistemas políticos y sociales. Los ha puesto en una posición muy  pequeña frente a los avances tecnológicos y del mismo campo científico. La peste que azota a casi todos los países nos está urgiendo a revisar concienzudamente nuestro modo de asumir y entender esta nueva fase de la vida personal y social a la que nos adentramos ahora. Pero nos impele, además, a examinar las concepciones y los modos de actuación de los ciudadanos y de las instituciones.

Hemos de admitir que la celeridad y crudeza del virus que gobierna la esfera mundial no facilita el espacio de quietud y de estabilidad necesarios para razonar con tersura las múltiples variables que están en juego, tanto desde el punto de vista cultural y antropológico, como en el ámbito económico y en el político. Aun en estas condiciones, es impostergable hacer una pausa y valorar, crítica y propositivamente, qué nivel de apertura tenemos los ciudadanos y los gobiernos, para transformarnos a nosotros mismos y propiciar cambios que nos permitan abrirnos a formas más eficientes y eficaces en la gestión de la vida ciudadana; y en el funcionamiento de los gobiernos, para que sean capaces de representarnos.

Observamos que en Ecuador los cadáveres habitan calles y parques; constatamos en la República Dominicana la muerte de personas que las vísperas de su defunción confiesan los días que llevan solicitando la prueba de la COVID-19; y escuchamos con pavor la intención del Presidente de Estados Unidos de saltarse las normas de la Organización Mundial de la Salud para priorizar el progreso económico. Por todo esto solo nos queda aceptar que participamos de un período en el que la sociedad y los gobiernos han de trazarse nuevas regulaciones; y, especialmente, han de adoptar principios claros que orienten sobre cómo se han de construir hoy decisiones menos precarias y egoístas; y, por tanto, más democráticas y humanas.

La reorientación tiene que ser integral para que la calidad de las decisiones salvaguarde la calidad de la democracia. Sin estos dos pilares, nos movemos en el vacío. De igual modo, el tiempo del COVID-19 obliga a repensar la forma en que las instituciones y los gobiernos elaboran sus planes de acción. De la misma manera, compromete a dejarle espacio a la institucionalización; y, por ello, exige de los gobiernos soluciones a las dificultades y a los conflictos, marcadas por la institucionalidad. Es imposible continuar aportando respuestas recortadas  a la situación de los ciudadanos porque acentúan la fragilidad personal y social. En este marco, hablamos de una gobernabilidad entre comillas. Sí, una gobernabilidad que evidencia la baja calidad de las respuestas que recibe la ciudadanía en relación con sus necesidades básicas. Se constata, también, el incremento de las solicitudes de apoyo de parte de los ciudadanos, por las graves condiciones en que se desenvuelven. Esta carencia de congruencia entre las peticiones de la ciudadanía y la eficacia de las respuestas del Estado vulnera la gobernabilidad y desviste el discurso de la mayoría de los líderes mundiales y locales.

Al quedar desvestidos, se acelera su deslegitimidad y pagan el precio de la falta de efectividad. Su eficiencia y eficacia se reduce a cero. Tal situación requiere la cimentación de una cultura política que  renueve el rol del Estado y refuerce el poder ciudadano. Asimismo, que establezca un equilibrio político-social que garantice la estabilidad de la sociedad. No interesa intensificar la pugna entre ambos actores estratégicos; al contrario, se ha de buscar la edificación de la nación de forma compartida. La gobernabilidad no se puede mantener en estado anémico. Su salud depende de todos, pero los actores gubernamentales tienen una responsabilidad singular en la superación de una pandemia política que enrarece el ambiente democrático y penaliza el desarrollo integral de los ciudadanos.

Finalizó la era de los francotiradores y llaneros solitarios; aunque deseen asumir ese estilo y aportarle vigencia, ya no es la historia que les pasará factura, es la cotidianidad personal y social que articulará demanda y justicia. Hemos de quitarle las comillas a la gobernabilidad con decisiones que muestren calidad robusta, que afecten positivamente la vida y la salud integrales de la sociedad y del país. Avanzar en esta dirección nos acerca a uno de los presupuestos de la Resurrección de Jesús: Vida para todos.