Hace un par de décadas, coincidiendo con un amplio proceso de democratización en América Latina, tuvo lugar en la región una intensa discusión en torno a la conveniencia de estados más descentralizados. Y en diversos países se avanzó en esa dirección.

Siendo esta una reivindicación de las corrientes más progresistas, y siendo históricamente la sociedad dominicana una de las más conservadoras, este fue uno de los países en que menos se avanzó y, a la postre, prácticamente se dejó de insistir y hasta se dio marcha atrás en algunos aspectos. Además, posiblemente algunos de los que abrazamos esas ideas colocamos más expectativas en el proceso de lo que la débil institucionalidad de América Latina podía dar.

El debate sobre la descentralización parte de la premisa de que, en virtud de que existen una serie de servicios que el Estado debe garantizar a la ciudadanía, pero que a la vez en cada país hay diversos niveles de gobierno que pueden proveerlos, el Estado estará más descentralizado cuanto más participación tengan los gobiernos de los espacios geográficos más reducidos, en nuestro caso, los municipios.

En todos los países, ambos gobiernos tienen definidas sus responsabilidades frente a los ciudadanos, y ambos reciben una parte de los tributos que se pagan al Estado. Pero las sociedades que han podido garantizar los más elevados niveles de vida a su gente son precisamente aquellas en que los gobiernos pequeños tienen mayores funciones públicas. Esa evidencia se fundamenta en las ventajas siguientes:

En lo político, porque en los países en que los municipios tienen más poder y atribuciones la gestión pública se hace más democrática, el ciudadano está más cerca del gobierno que debe suministrarle los servicios, tiene más espacio para la participación, le puede dar más seguimiento a sus ejecutorias y está en mejores condiciones de exigir la rendición de cuentas.

En lo social, porque el gobierno local es una instancia más cercana, que conoce mejor las reales necesidades y los reales necesitados, puede focalizar mejor sus acciones hacia los más pobres. Y en lo económico, debido a que el mayor conocimiento de la comunidad a la cual ha de servirle posibilita una asignación más racional de los recursos. Además, las burocracias pequeñas suelen ser más ágiles y eficientes.

Sin embargo, los frecuentes escándalos de corrupción que surgen en muchos municipios restan apoyo a iniciativas de descentralización, aunque debería ser al revés, pues lo único que demuestran es lo fácil que resulta descubrirlos cuando tienen lugar en los gobiernos locales, ya que casos tanto o más escandalosos se viven diariamente en organizaciones más grandes sin que el pueblo se dé cuanta.

Ahora bien, así como la sociedad dispuso la existencia de ambos gobiernos, debe disponer de dónde ha de salir el dinero para el funcionamiento de los mismos. Lo ideal es que cada uno cobre una parte de los impuestos. Pero existen dificultades prácticas: a los gobiernos muy pequeños les resulta difícil desarrollar una capacidad de administración tributaria propia; por eso en algunos países se ha optado por que sea el Gobierno de la Nación el que los cobre centralizadamente, y después se distribuya en determinadas proporciones.

La forma como se hace no es indiferente. La experiencia mundial muestra que los ciudadanos son más propensos a fiscalizar la actuación de los gobiernos cuando están conscientes de lo que están pagando de impuestos y a quién se los pagan. Por eso en las sociedades en que se pagan muchos impuestos directos, en que cada individuo sabe lo que paga y a quien le paga, la gente muestra mayor propensión a participar y fiscalizar las acciones públicas, mientras aquellas en que prevalecen los impuestos indirectos, en que la gente los paga sin darse cuenta, suele ser más indiferente y tolerante frente a la corrupción y al mal gobierno.

Algo similar ocurre con el tipo de gobierno. La disposición de los ciudadanos a participar en los asuntos del gobierno local, fiscalizar sus actuaciones y exigirles rendición de cuentas, depende mucho de los tributos que le pagan. Si los recursos del municipio le llegan como un situado del Tesoro Nacional, la gente no sabe cuánto le está costando y se interesa poco. En la medida en que el pueblo ve que se trata de su dinero y el uso que se le confiere en términos de la prestación de sus servicios, entonces confiere más importancia a los asuntos cotidianos de su gobierno.

Y esta es la fiscalización verdaderamente importante en un ambiente de democracia: el ojo vigilante y el juicio oportuno y certero de los gobernados. En la medida en que la población permanezca atenta a las ejecutorias de su gobierno local, y al manejo de sus recursos, se hace mucho menos necesario que otra instancia de Gobierno le establezca controles y cumpla funciones de fiscalización.