Desde que el actual Gobierno accedió al reclamo popular, y al mandato legal, de destinar a la educación preuniversitaria el 4% del PIB, ya se sabía que muchas cosas tendrían que cambiar en la educación dominicana. De antemano sabíamos que un problema serio era la falta de recursos, pero el problema mayor era que la educación era mala. Si bien ambos fenómenos estaban vinculados, no había ninguna garantía de que resolviendo uno se corregiría automáticamente el otro.
Ya se sabía que, ahora con disponibilidad de recursos, había necesidad de entrarle de lleno a todos los factores que venían trabando el desarrollo educativo, que son muchos. Pero había dos que eran necesariamente los primeros porque sin ellos ningún otro podría remediarse: la dotación de aulas para garantizar el acceso universal en horario razonable, y la formación de maestros, porque no hay atajos, y si no se comenzaba de una vez se estaría posponiendo demasiado el logro de resultados.
Como este último es un proceso tan largo, no solo por el tiempo que se toma formar bien un profesional universitario, sino porque había que comenzar desde atrás, para formar a los formadores, que lo haría mucho más largo aún, algunas personas pensamos que lo mejor era traer a los profesores de fuera. Al menos traer maestros con buena calificación en las cuestiones fundamentales, como lengua española, matemáticas, biología, química y física.
Pero cuando se echa lápiz al asunto, se ve la cantidad de especialistas que habría que importar, los países de procedencia para garantizar excelente calidad, con los problemas de comunicación derivados de las diferencias de idiomas, las condiciones de vida y de trabajo que habría que crearles en todos los rincones del país y la cuantía de recursos presupuestarios que eso demandaría, entonces se descubrió que traer masivamente profesores extranjeros para las escuelas era un proyecto inviable.
Entonces se pensó en otra solución, más lenta pero más razonable: importar a los formadores de formadores para incorporarlos a las universidades, de modo que en el término de algunos años pudiéramos comenzar a contar con profesores de buena calidad capacitados aquí. Surgieron las resistencias, y en eso se perdieron tres años.
Durante ese período el Gobierno ha destinado muchos miles de millones de pesos a la formación de profesores y la recapacitación de los existentes. Para mejorar su nivel de vida, elevar su autoestima y consagración, así como para atraer los mejores alumnos universitarios a la carrera docente, se elevaron sustantivamente los sueldos de los maestros, hasta el punto de que ahora están entre los profesionales mejor pagados de la administración pública, exceptuando aquellos que se autoimponen sus remuneraciones, hecho insólito que se ve en este país.
Dado que esto resultaría insuficiente para obtener resultados en el plazo razonable, y más contando la enorme cantidad de profesores que se debían integrar al sistema una vez que, por la extensión de la jornada escolar, ningún maestro podría atender a dos escuelas el mismo día, entonces se pensó en algo más: examinar a miles de profesionales universitarios que andan por ahí sin trabajo, incluyendo ingenieros, médicos, bioanalistas, periodistas, abogados, economistas, contadores, etc. y ponerlos a dar clases. Al menos, con alguna habilitación rápida en pedagogía, podrían dar clases en sus áreas de mayor concentración.
Pero tampoco contábamos con otro elemento: si desde hace más de medio siglo la sociedad dominicana se ha criado con la idea de que la escuela es un relajo, de que el trabajo de maestro lo puede hacer cualquiera, era lógico suponer que las fallas con que salían los muchachos las habrían arrastrado a las universidades, y que los nuevos estudiantes de nivel superior pasarían con el tiempo a ser catedráticos, y que ser profesor universitario también sería un relajo y que eso se traspasaría a toda la formación profesional dominicana.
Desde siempre ha habido en el país excelentes maestros, en los campos, en los pueblos, en las ciudades, en las universidades. Excepciones que merecen toda la admiración y el respeto ciudadano. Pero lo que el país necesita no son excepciones; se necesitan decenas de miles. La educación constituye una de las fuentes de trabajo profesional más amplias en cualquier sociedad, porque a diferencia de un producto agrícola o industrial, en el trabajo de educar la tecnología no ahorra mano de obra, o la ahorra muy poco.
Los números publicados hace días por el Ministerio de Educación sobre los resultados del concurso de oposición docente 2015 para cubrir vacantes son realmente deplorables: de casi 50,000 que se inscribieron inicialmente para tomar un examen, muchos ni pudieron ser validados y otros se retiraron, pero finalmente poco menos de 37,000 lo tomaron y de estos apenas 11,500 fueron aprobados. Lo triste es que ninguna universidad, pública o privada, de las que graduaron esos profesionales, escapa a la afrenta, con la ligera excepción del Instituto de Formación Docente Salomé Urena, entidad en la cual el Gobierno ha puesto un empeño especial en años recientes, de cuyos postulantes un 58% aprobó.
Eso significa que para evitar que el esfuerzo educativo se convierta en una nueva gran frustración para la sociedad dominicana, para evitar el mayor de sus fracasos, el Gobierno se verá obligado a importar especialistas de algunos de los mejores sistemas educativos del mundo. Y eso habrá que hacerlo por encima de todas las resistencias que puedan surgir. Sencillamente, en el país no hay matemáticos, biólogos, físicos, químicos, geógrafos, historiadores y doctores en otras disciplinas, en la magnitud y con la tradición de esfuerzo universitario suficiente para formar masivamente a los miles de profesores que en el futuro deberán llenar nuestras escuelas.