Sin considerarlo un fenómeno político y social nuevo, en el último año se ha despertado en el país una legión de apóstoles del nacionalismo criollo. Ministros, agentes del gobierno, legisladores, jueces, militares, purpurados, pastores, periodistas y políticos se han colocado en la misma fila, arrogándose el poder de defender la nación sagrada y también el poder de condenar a otros, a quienes califican de antipatriotas por el simple hecho de no pensar como ellos.

Su discurso y sus premoniciones ponen al servicio del gobierno y del partido en el poder el “tema central” de la campaña electoral del 2016. Gobierno y partido, valiéndose de una manipulación emocional bien orquestada pretenderán capitalizar los sentimientos patrióticos de muchos dominicanos para obtener una rentabilidad electoral en los próximos comicios nacionales.

Pero la nación no sólo debe ser defendida de “los de afuera”, sino principalmente de los de “adentro”. De los que están “vendiendo la nación por pedazos”. De aquellos que en nombre de la “promoción de la inversión extranjera” entregan las minas, las playas, los aeropuertos y los recursos naturales; que “concesionan”, con peajes ocultos, obras viales, de infraestructura y servicios públicos.

Y también de los que se reparten las rentas nacionales colocándose en la primera fila de los patriotas vivos, fingiendo ser centinelas defensores de la nación. Sin embargo, ¿quién defiende a los “nacionales” olvidados, cuyas voces no se escuchan y cuyos derechos se violan y se ignoran permanentemente? En este sentido viene bien la frase de Terencio: “Quis custodiet ipsos custodes?” (“¿Quién vigila a los vigilantes?”).

El patriotismo sano existe. Es una actitud cívica permanente de todo ciudadano responsable. Es el compromiso de hacer grande y digna la nación, dentro y fuera, por su respeto a los principios democráticos, a los derechos humanos de nacionales e inmigrante,  a la opinión pública y al régimen de derecho.  Y más, si somos capaces de comprometer nuestra soberanía económica ante instancias internacionales como el Fondo Monetario Internacional, FMI, el Banco Mundial, BM y otros, también debemos ser capaces de resolver nuestros conflictos internacionales mediante el diálogo. En todo caso, la fiscalización económica es tan irritante como cualquier otro tipo de fiscalización.  Las críticas que le hacen al país, escuchémoslas todas, respondámoslas sin denostar a nadie en nombre de una verdad, obnubilada por emociones patrioteras y chauvinistas.

Y si la casa es de cristal, que la visite quien quiera en nombre del derecho internacional al libre tránsito o de la vinculación ignorada de pertenecer a organismos que nos imponen derechos y deberes como nación. No sólo son huéspedes respetables los adulones o “compradores” y “vendedores” de corrupciones que “no pasan el Masacre a pié”. Si no queremos consejos y advertencias, superemos nuestras “propias ignorancias y falencias”, recordando que en nombre de la gobernanza mundial, serán cada vez menos las oportunidades de mantener ocultas las indelicadezas de los estados nacionales. Hace falta algo más que el simple hecho de querer alejar a los críticos nacionales e internacionales con insultos, sermones exorcizantes y patrioterismos teatralizados.

El nacionalismo patológico se inventa sus propios ofensores, peligros y colonialismos que, al decir de sus defensores, “pervierten la moral nacional”. Este tipo de nacionalismo es fruto de la perversión del sentimiento nacional y siembra la megalomanía colectiva y la intolerancia. Estos nacionalistas, convertidos en aliados del oficialismo continuista, apuestan a la creencia de que “todo está bien” gracias al gobierno de turno y a su “nueva visión” de las relaciones internacionales. Creen que sólo ellos representan los ideales de la nación y asumen poses de héroes nacionales caricaturizados.

En nombre de ese nacionalismo patológico, los defensores “de oficio” de la nación   pretenden despertar a los héroes nacionales dormidos en el olvido, aquellos que ellos mismos   traicionaron con sus silencios y complicidades y que anatematizaron sus ideales y sus luchas porque “ponían en peligro los intereses de la nación”. Ninguna consideración ética o política puede cambiar su discurso ni su concepto de nación hecho a su medida e intereses y contaminados por sentimientos xenofóbicos y racistas.

El nacionalismo patológico, y sus vehementes representantes en el país, tomando como pretexto la “la dignidad” y la “seguridad” de la nación, declara la guerra a los principios democráticos y elige como chivo expiatorio a enemigos exteriores imaginarios contra los cuales descarga todos los malos humores y frustraciones nacionales, facilitando la dominación de los opresores nacionales. Este mismo nacionalismo patológico sirve de telón de fondo al populismo oficial que aprovecha el “fervor patriótico” para ocultar las demandas de soluciones certeras a los problemas esenciales de los ciudadanos y sus comunidades.

Atrapados en la empobrecida visión de una “insularidad jerarquizada”, los nacionalistas patologizados asumen como patrimonio personal y familiar la nación de todos, basando sus defensas en las historias y hazañas de los héroes y patriotas elegidos a la carta. Adormecen al pueblo en vez de despertarlo. Pero quieran o no, deberán cambiar la mirada. Quedarán sin oficio en la medida que las naciones del mundo se acercan unas a otras para hacer frente a cuestiones globales como el comercio, el cambio climático, la justicia y la pobreza, que obligará a los líderes nacionales a  adoptar una perspectiva que vaya más allá del solo interés nacional. ¡Ojalá que lo entiendan!