La sociedad dominicana luce enredada en una confusión de pasiones. Su sumisa rutina se enrarece con delirios errantes que buscan culpas o traiciones.  Súbitamente nos sorprende una amenaza desoladora. La invasión apocalíptica parece avecinarse y a su paso promete exterminar, con los ímpetus de la barbarie, todo lo que huela a dominicanidad.

La “patria” padece los estragos de un trance esquizofrénico nublado por imágenes sanguinarias, sombras neuróticas de gagá, alucinaciones de tambores que animan la negra danza de los espíritus trashumantes de Louverture, Dessalines, Hérard y Boyer, espectros que sólo se conjuran con el frenético ondeo de la bandera y la invocación al juramento trinitario. Una obra de terror armada artesanalmente en las tablas de la intriga.

La invasión no es leyenda, es tan vivencial y cotidiana como la dominicanidad que exhalamos.  Desde antes que los demonios de las tiranías blanca y negra desataran sus fuerzas de terror en las dos fracciones insulares, ya el hambre haitiana mitificaba al oriente como su tierra de promisión.  La historia de nuestras oscuras relaciones ha estado estampada con las huellas de la traición. Sí, la traición de sus líderes y de sus mafias empresariales. No hay que salir a buscar culpables ni a cazar “traidores” como en las noches de luna llena en la Alabama del Ku Klux Klan. Esa historia, responsablemente narrada, archiva los nombres y apellidos de aquellos “buenos” dominicanos que subastaron la nacionalidad a precio de fraude para abultar votos con olor haitiano; o de los que en el pasado “contrataron” la dignidad de gente vil para amontonarla en confinamientos azucareros, negocio que nos honró, desde los albores del siglo pasado, con el estigma de “esclavistas”; de los que prostituyeron la solemnidad del registro civil para certificar las trampas de la mercadería humana; de los jefes militares que, con el oro de la vista gorda, bendecían el trasiego de un aluvión de haitianos trasportados con menos dignidad que una carga de batatas; de los cónsules fronterizos que nos dieron fama internacional en el comercio de las visas; de los capos de la droga, los traficantes de armas y los operadores del contrabando más diverso. Si vamos a buscar traidores, antes de empuñar los garrotes, debemos hacer un patriótico acto de contrición por nuestras culpas y apatías.

Hay un sentimiento nacional aprensivo por la carga de una inmigración ilegal insoportable. Valoro la honorable expresión de muchos dominicanos que le reclaman al gobierno una actitud más enérgica y responsable con un tema que compromete sensiblemente nuestro futuro. Sustraerse a esa preocupación es necio y pérfido. La inmigración es de imperativa atención en nuestra planificación de futuro y debe comenzar con políticas públicas firmes de control y seguridad fronterizos, responsabilidad que ningún gobierno ha querido asumir. Quisimos pensar que todo seguiría igual y que nada turbaría nuestro cómodo olvido; que Haití era dueña de su suerte como nosotros de la nuestra, mas, tardíamente despertamos del autoengaño con el ruido de una comunidad internacional avispada y celosa. La dejadez de nuestros gobiernos, ocupados en la depredación del erario, nos hizo débiles frente a naciones grandes que quieren desembarazarse del “problema haitiano” al menor costo y esfuerzo. Nos vieron los calzoncillos. Parece tarde para bravuconear.

Pero los hilos más siniestros de esta tragedia se trenzan en las redes de la manipulación política. Sucede que las legítimas expresiones ciudadanas sobre este problema han sido usurpadas por un sector político que busca obsesivamente una revalidación popular. A menos de dos años de las próximas elecciones, las fuerzas políticas del pasado gobierno entendieron que el tema de la corrupción seguía deteniendo el despegue de su proyecto. Era necesario sacarlo de agenda de forma fulminante. El tema haitiano, que convoca a todo el que se siente dominicano, se ofrecía generosamente oportuno y persuasivo para la trama.  Fue así que el núcleo ultraconservador del llamado bloque progresista, veterano en estas urdimbres, empezó a subvertir la imagen del propio gobierno para encumbrar el liderazgo decadente del expresidente Fernández, muy a pesar de tener la dirección de la política migratoria dominicana: ¡surrealismo patriótico! Desde principios de enero montaron un estrecho circuito mediático para crear artificiosamente la sensación de una invasión inminente. Los dos diarios afectos a esos intereses activaron una campaña de saturación que se mantendrá viva hasta el día de las elecciones. Una batería de “opinadores” asalta en hordas las redes con una orden clara: “muerte a los traidores” “la patria está en peligro”. La idea es poner a la imbecilidad dominicana a “razonar” dicotómicamente: si no estás ni hablas como ellos, eres traidor; si no declaras a sus enemigos como tus enemigos, eres traidor.  Para apreciar la magnitud de esta estrategia basta rastrear por puro morbo el rosario de comentarios que esos ciberpatriotas cuelgan en toda la prensa digital y leer debajo de este artículo. Son operadores de un call center de terror. La idea subyacente es promover al líder como el estadista que más entiende la problemática internacional y el único que puede salvar a la “patria” de una fusión frente a un gobierno destemplado, al tiempo de evaporar toda preocupación por la impunidad. De hecho, la corrupción ha sido relegada a planos marginales. La confusión aumentará cuando las próximas encuestas presenten al problema haitiano como la principal inquietud dominicana y mantengan al líder en la primera posición de las preferencias. Todo calculado. Veremos una campaña con tintes tricolores polarizada entre patriotas y traidores. Otra vez marcharán las cruzadas nacionalistas y, al frente de ellas, el líder, quien, redimido de toda corrupción, renovará su rancio plumaje para, en nombre de Duarte, alzar su vuelo y librar la epopeya libertadora del nuevo siglo. Un mejorado déjà vu de las tenebrosas vivencias electorales de 1996. Jugar a la politiquería con esta desgracia es una vileza, una felonía, un verdadero crimen de lesa patria.

 

El movimiento social que abona causa por un Estado responsable frente a la inmigración haitiana -dentro del que a toda honra me incluyo, sin permiso de nadie- debe marcar distancia con esos actores y propósitos. Si realmente son genuinos sus intereses, entonces la racionalidad debe ser su mejor credencial como aporte a un ambiente de distensión y compresión sobre una cuestión que no debe ser politizada. Al que venga con el “juego del patriota y el traidor” sobre la base del prejuicio y la descalificación libertina le será difícil convencer a gente sensata de que no está enrolado en esta rastrera trama antinacional.  Arroparse de pies a cabeza con la bandera dominicana y rescatar la foto desvencijada del patricio lo hace cualquiera. El patriotismo trascendente siente dolor por su patria, como el que nace por la impunidad de los que la saquearon hasta sus vísceras para mantenerse en el poder, esos que ahora pretenden robar también una causa alta para “lavar” sus bajos propósitos.

 

Lo riesgoso es que, al alentar el fanatismo demencial que ahora se despierta, sus promotores inducen a un ambiente levantisco que busca una mayor intromisión de poderes extranjeros en un tema de absoluta soberanía. Esa provocación sería ideal para unificar la “voluntad  nacional” en un torno a un estadista probado y carismático, con relieve internacional, que pueda enaltecer la dignidad patriótica. Temo a que antes de las elecciones se produzcan situaciones de hecho o violentas indeseables, clima perfecto para activar agendas interventoras. Más que nunca el país necesita serenidad para obrar con inteligencia. Aquella que le ha faltado cuando delega su defensa, en instancias interamericanas, a abogaduchos políticos o para pagar con sueldos principescos un servicio exterior plagado de mediocridades. Precisamos de un diálogo social sobre el tema dominico-haitiano que empuje un plan binacional para el desarrollo armónico de los dos países. Mientras tanto, el gobierno debe fortalecer su frontera y dar a conocer las bases y alcances de los acuerdos bilaterales que ha estado suscribiendo con el Estado haitiano, porque la situación no está para poesías ni para protocolos de intenciones; precisamos de políticas públicas vinculantes que partan de una premisa absolutamente irrenunciable: la soberanía de los Estados.  En tanto eso suceda, un compromiso debe quedar claro: ¡el ilegal a su tierra;  el corrupto, a la cárcel!