Una foto publicada en el Listín Diario la semana pasada retratando una mujer visiblemente embarazada expuesta en una sala de hospital, las patas arriba, rodeada de “autoridades médicas”, enfermeros, enfermeras ilustraba un artículo intitulado Lo que se necesita para saber la inviabilidad del feto.
El texto explicaba que se precisa de “un análisis minucioso de un equipo multidisciplinario de especialistas en diferentes áreas médicas para determinar la incompatibilidad de un feto o el peligro de la vida de la madre de continuar con el embarazo”.
Esta escena retrata el viacrucis al cual deberá someterse una mujer para tratar de determinar si el feto, “su bebé”, es viable o no o si su vida está en peligro o no.
Obligar a una mujer avergonzada, asustada, o que está sufriendo a pasar por este tipo de exámenes parece una ordalía medieval como en todo sistema patriarcal que priva a la mujer de ser dueña de su cuerpo, pero marcará un gran paso de avance en cuanto a las conquistas de las mujeres en nuestro país.
Esta situación me ha hecho pensar en Akelarre, una película española sobre brujería e ignorancia que trata acerca de la historia de un grupo de chicas que son acusadas de ser brujas en el País Vasco de 1609.
Ganadora de cinco premios Goya, Akelarre revive las sombras de un pasado marcado por una religión enceguecida, el patriarcado y la ignorancia, que costó la vida de miles de inocentes. Es una trama que pone en evidencia la antigua sociedad patriarcal y clerical que condenaba a la hoguera a las mujeres sabias y libres.
Para Pablo Agüero, el realizador, Akelarre representa el miedo de los hombres frente a las mujeres que aman su libertad, que no tienen miedo, que poseen el poder de la alegría y que tienen libertad de pensamiento.
La persecución que nos muestra servía para expulsar de la mente de los hombres y del clero las tentaciones sexuales provocadas por adolescentes jóvenes, combatir sus propios deseos sexuales inapropiados o fuera del matrimonio.
Hoy en día estamos todavía en manos del oscurantismo que quiere impedir que una parte de la población que no cree en los mismos dogmas, que no comparte las mismas creencias, tenga la posibilidad de acceder a la interrupción del embarazo por las tres causales.
Si estuvieran tan seguros de sus tropas conservadores e iglesias dejarían esta decisión al libre albedrío de sus fieles y seguidores.
El argumento de presentar el derecho al aborto como parte de una conspiración mundial, de una agenda internacional, es difícilmente sostenible en una sociedad como la nuestra cada vez más abierta a influencias externas gracias a nuestra diáspora que se encuentra en todos los rincones de la tierra.
Para defender este argumento y el derecho a la vida (del feto y no de la madre), traer al país un “extranjero” irrespetuoso de las opiniones de los demás no ha sido lo más acertado.
El debate actual ha tenido el mérito de que salgan a la luz pública múltiples testimonios sobre niños producto del incesto, viacrucis de mujeres que no pudieron abortar cargando con una criatura condenada a no nacer peligrando sus vidas, niñas obligadas a ser madres, temas que tenían poca visibilidad.
La discusión deja al desnudo los graves problemas sociales de salud mental, de vergüenza, de odios generados por situaciones inhumanas escondidas en el más profundo secreto de las familias.
En un país donde la salud mental es inaccesible para gran parte de la población estas situaciones son generadoras de desesperanza, desviaciones, suicidios, feminicidios y de esta violencia social que el gobierno del cambio se ha comprometido a combatir y que es imposible superar con el lema reductor de “salvar las dos vidas”.