A Iris Pérez Romero, que próximamente expondrá su individual Anatomía del Ser en el Museo de Arte Moderno (MAM).
« La historia del arte está llena de nombres incomprendidos, fustigados y rechazados. Las obras de arte son el reflejo de la época en que les tocó nacer; ellas representan los valores del espíritu de ese momento histórico, por eso al querer desentrañar la vida y la obra de un artista […] necesariamente tenemos antes que comprender el momento histórico que le tocó vivir […]. El arte sintetiza la hora en que nació; si los tiempos fueron violentos, de luchas fratricidas o de clamores de libertad, el artista se ve arrastrado por la vorágine de su época. » BELKISS ADROVER.
Es cierto, nadie puede estar de espaldas a la mirada del tiempo, de ese “algo” que se hace ente cuando se descubre, cuando se muestra como imagen, como esencia “adaequatio intellectues et rei”. Nadie mira igual que el otro, y menos cuando deja-ser al tiempo abierto, hecho un estar, un sí mismo espacio que se entrama en el ojo.
Cuando se mira se interroga a la apariencia, esa forma en que acontece lo que se hace comienzo de la luz, donde nos confundimos, y se suele pretender corregir “lo extraño”, ese laberinto que se expande, que crea el inconsciente, que rodea a la idea. «Mirar» no es un cálculo, es la manera de agradar a lo que se ve, y estar-ahí frente a una fachada del mundo, a veces engañosa o llena de indicios de lo que los demás han podido ver.
Cuando se mira por placer, por ese impulso contrario a la razón, una se protege de todas las otras formas que nos inducen a no advertir que, todo es una corteza de la naturaleza difuminada en lo inanimado y en lo vivo.
Me agrada mirar por placer, por el placer estético que se siente cuando acosamos a la mirada del otro; esa que nos descosifica, que tiene supremacía en nuestras pupilas, que vigila lo que atribuye, que se hace posible, que hayamos sin omisión alguna, diciéndonos que es posible estar sujeta a la realidad y la irrealidad, y que se pude proponer como un decir. Ésta es la mirada que se hace alegoría, pero que se abre, que se enfoca, que se recupera como conocimiento. Así es que puedo aproximarme a una compresión del arte fotográfico, pero por supuesto, el de antaño. Ese arte revelado sobre papel que se hizo atractivo en el siglo XIX, que se perpetúo en la quietud que transmitía un rostro y, en el privilegio de hacer un evocativo poema visual en torno a quien se mira. Entonces, el ojo puro pertenecía al que veía a través de una cámara oscura. Entonces, estaba presente el intelecto platónico al fotografiar, sintiéndose quien hacía la toma un deleitante, un genio con recelo que sólo rivalizaba con la pintura, porque la cosa-en sí se hizo alma, alma en la beatitud del negativo, palabra muda, pasividad referida a la evocación.
Quien hace las veces de fotografiar, observo, es el único oficiante que no se cree Dios; y hace bien, porque no tiene motivos para asumirse como un creador, ya que sus manos no están en libertad de nada, ni de hacerse preso de ningún arrebato. Él está esclavizado a una máquina, con la que pretende penetrar con su ojo a la condición humana, a la naturaleza que va dejando sus huellas en la cultura, o la cultura en ella. Fotografiar, hacer “click”, es la enfermedad más nihilista del siglo XXI. Todos quieren plasmar su vera-efigie, pero aclaro: no como ocurría antaño, sino reconociéndose en su autoridad absoluta para de mil maneras ir, en segundos, marchitándose en cada “click” como un soberbio prototipo de individualismo.
«Mirar», fotografiar ¿ya no es un arte?, o es un estar-gozoso de la vorágine del instante, de la euforia de colocarse en perspectiva con el inmediatismo. Y, así el “click” (del que se asume un “demiurgo”) ha inaugurado el banal “arte” de los espectros. Ese exceso de “guardar” la memoria, de transmitirla en las redes, de exponerla como un desenlace seguido de sus encuentros y des-encuentros con los otros, y que pretendiendo atraer simpatías ha creado un triste desenlace final del arte fotográfico, haciéndolo una actitud para el inútil escaparate de los egos; ese móvil irracional de la frivolidad, a la cual se abandonan los que hacen de su cotidianidad un vivir problematizado, al mostrar sus convivencias como una pieza de teatro.
El siglo XXI ha traído que el arte fotográfico se traspase a un mundo artificial, que reiteradamente y masivamente, ha transformado el sentir, el pensar, el influir, el ser, de los que no padecen preocupaciones estéticas, y se narran sin contradicciones, sin estereotipos que nos sean las máscaras del homo domesticus.
Siendo ésta una civilización miope, que no hurga en la existencia, que sólo tiene miedo de tropezar con la insatisfacción o el melodramatismo de los íconos que se asumen como héroes, y se llevan al sitial del mito de cartón, fotografiar se ha hecho un despropósito, y a su vez, el “arte” del espectro, un “arte” franco, audaz, exhibicionista, desvalorizado, neurótico, irrespirable y totalmente asfixiante. Por consiguiente, ha arruinado ese “arte” del espectro, el arte de la mirada.
Así, el arte de la mirada -como un símbolo de la luz-, no de la demencial exposición “a la luz”, está en estado de catarsis. El dilema es conocer, si esta libérrima y febril necesidad de “retratar” que se ha ido fraguando con todos los lastres de anti-valores, no traerá la muerte letal del arte de la luz. No obstante, considero que ya no hay manera de curarse de esa expansión “radiante” al “click”, de ese relampaguear constante que reprime a la luz, que no la emancipa, sino que la aterra.
¿Quiénes son los culpables de que el arte fotográfico tenga en esta década su último “acto final”, porque al pretender liberarlo de los prejuicios de clase-poder, sus otros progenitores del siglo XX hechizaron electrónicamente sus encantos? ¿Qué tiene valor ahora, o por qué no decir vigencia, como arte fotográfico? Acaso, ¿los registros fotográficos de antaño, que aun las fuerzas invencibles del tiempo no han doblegado a desaparecer, que cuentan aproximadamente con una centuria y media de nacimiento, de haber nacido a través del ojo de un esteta? Ahora, entiendo, que fotografiar es la nueva tragedia de la cultura, es el todopoderoso símbolo de lo inmemorial, y el suicidio de la mirada, del «mirar». Acaso ¿ya no hay rituales qué descubrir al mirar, porque se muere el «mirar», y gana espacio el des-mirar? Ahora son ambas cosas juntas que se disputan la identidad, la simpatía hacia un “arte” portador de múltiples espejos, que se hace trivialidad escénica, plática des-onírica y antidialéctica con el lente.
«Mirar» ahora es jugar a una apuesta de “lo doble”, de la doble existencia, de la doble fantasía, de lo doble posible. Es tan fatal que, lo expresivo de la mirada sea sólo eso: una manía narcisista de la máquina digital, una atrofia del gesto, de lo que se deriva del gesto; un mundanal hecho registrado como cosa humana. ¿Qué problematicidad se encuentra en el advenimiento de este siglo oscuro des-memorizado, des-representado, que calla las rupturas, que se presta a extravagantes farsas? Así como fotografiar es la desnaturalización de lo corpóreo, donde nada se inventa ni se descubre, «mirar» es la desconfiguración de una niebla sugestiva y misteriosa. Es la niebla, ex nihilio, la “otra” realidad en desequilibrio, el caos de la abstracción, el sí-no del hastío del siglo.
Sin embargo, si desean ver como deleitantes fotografías de antaño, aquellas que no pasan desapercibidas, que se hacen la evocación misma de un poema visual, que no desvalorizan lo estético, que se narran a sí mismas desde el alma, les invito a conocer la obra fotográfica de Frank Adrover Mercadall (1861-1924) que sobrevivió al viento que se llevó todo y a las furias del agua que destruyeron su taller, sus negativos y el legado de sus experimentos, que he denominado Colección «Adrover». [1]
La obra de Adrover -ese instante en el cual se puede atrapar lo que la mirada guarda de manera “espontánea” como expresión de plasticidad para fijar un rostro, una figura, o para tributar a lo visto un efecto inefable, que capta lo que se nos antoja como ilusión, como vivencia estética o conciencia de lo súbito limitada solo por el espejo del tiempo-, se la llevó la vorágine que trajo la furia del huracán San Zenón en 1930.
Adrover Mercadall embarcó desde Mahón, Menorca, a América con destino a Cuba, contra la voluntad de sus padres, en calidad de aventurero. “Abandonó” familia, amigos y un formidable estudio fotográfico en el municipio de Villa Carlos. Llegó a Santo Domingo en agosto de 1887 en la época en que «El Sembrador», el Maestro Hostos, había enseñado a una generación a mirar la existencia no desde el pensar empírico, sino desde el racional, cuando el nosotros ya no estaba merced a una religiosidad que negaba el derecho a hacer preguntas sobre el Dios que vive con su mirada omnisciente hecho un Uno, en el Todo, como representación de un orden que nos asombra.
A ese ambiente cultural llegó Adrover, cuando había empezado a triunfar el nosotras, el ideal de hacernos un propio Yo, dejando el íntimo en el rostro, en la amistad amorosa, y la inteligencia viva femenil fuera de las coartadas del hombre “amado”, cuando las discusiones filosóficas en el Instituto de Señoritas (1881-1893) de Salomé hacían libres a las primeras Maestras Normales. También llegó a un medio patriarcal, en momentos en que empezaban a aflorar los cimientos del absolutismo de un régimen despótico, cuando en las cabezas de los políticos bullían la insensatez, la fuerza brutal, la terquedad, la insinceridad ética, la perversa manipulación, y el cinismo como prueba de burla a la civilidad.
Adrover vivió en Santo Domingo entre distintas épocas; anduvo de un extremo a otro la República, conoció del tedio de las costumbres obsoletas, compartió en camaradería con Julio Pou y Abelardo Rodríguez Urdaneta; conoció los dilemas de la identidad nacional, y cómo se pueden ensangrentar las conciencias por disputas cuando la cordura es sustituida por la avaricia, y la acumulación ilegítima de bienes por parte de los funcionarios del gobierno asesta un golpe al pueblo, y es causa de la irritabilidad e indignación de las mayorías oprimidas. En fin, miró cómo dormitaban los tiranos, y cómo sonreían las hienas aterradoras del poder. Es el fotógrafo que plasmó en una tarjeta postal el cuerpo del déspota Ulises Heureaux, “Lilís”, inerte, tendido sobre el lecho, visitado por la Parca que lo asechaba, incitada por las manos de los hombres que matan a animales tan peligrosos como los tiranos.
Recordemos, vuelvo y repito, que Adrover estuvo de frente a la noche y al día de los episodios de la tragedia nacional. Vio caer a un temible asesino de conciencias, y fríamente lo miró, y después lo retrató. Por ello, entiendo -aun en el presente- que, el espejo del tiempo se puede convertir de pronto en una paradoja o en un círculo que se cierra y se abre, más aún cuando se fija la mirada en él, en el tiempo, en sus múltiples espejos, que son iguales a las múltiples miradas que se re-encuentran.
La hija de Frank, Belkiss Adrover de Cibrán (1918- 1995) albacea, legataria de esta colección, preservó la obra y siguió los pasos de su padre. Desarrolló una interesante carrera como fotógrafa documentalista, aun desconocida por los estudiosos de la historia del arte.
Belkiss visitó en 1973 la Villa de Mahón, la calle Deyá número cuatro, lugar donde estuvo establecido el estudio artístico de su padre, de aquel hombre que amó esta tierra, que echó raíces aquí, que exaltó a la naturaleza y a la vegetación, a los lugares de provincia donde iba emergiendo una arquitectura republicana que ennoblecía al paisaje, obrando como un creador tutelar de los colores o como un inventor que imaginaba que en los cielos no abría agonía ni clamores atormentados.
Belkiss describe el encuentro espiritual que tuvo en el municipio de Villa Carlos, Menorca, Isla Balear, al llegar a la casa de su padre, cuarenta y nueve años después de que él falleciera en 1924, recordando: «era una casa de piedra que conocí; fui expresamente, y al entrar nuestras almas se abrazaron». Y así lo creo, porque los artistas son mensajeros que el universo hace viajar entre las vías lácteas, mensajeros que se aíslan en la contemplación o en un islote del océano estremeciéndose por el vértigo de una invisible adoración a los cuadrantes apacibles de los sueños. [2]
NOTAS
[1] Sin embargo, quedan de él las colecciones de retratos realizadas en toda la República y que permanecen en álbumes familiares. En una edición de la Revista Renacimiento de 1916, se pude observar unas impecables vistas que tomó en la Provincia de Peravia.
[2] La muestra de la Colección «Adrover» comprende veinticinco reproducciones en papel fotográfico de retratos familiares, vistas de municipios, así como los croquis (planos) originales del proyecto de una «máquina voladora» (avión) de 1889, 1900 y 1901 conocido como « Adroveaéreo» movido por hidrógeno y gasolina que evidencia las primeras ideas pioneras sobre aeronáutica en la República Dominicana, antes de que volaran Santos Dumont y los Hermanos Wright. Además, de los dibujos realizados a plumilla, y manuscritos de su hijo Sil Adrover (1881-1914) de principios del siglo XX.
Ficha Técnica de la Colección «Adrover»
Proyecto: I Feria del Libro de Colección (FIL-COLECCIÓN) ´ 2016, Coordinada por Verónica Sención, y la Dirección Ejecutiva de Ylonka Nacidit-Perdomo.
Auspicia: Ministerio de Cultura de la República Dominicana. En el marco de la XIX Feria Internacional del Libro de Santo Domingo ´2016. Abierta desde el pasado 29 de septiembre hasta el 1º de abril de 2017.
Procedencia del Fondo Documental: Belkiss Adrover de Cibrán, a la custodia de Ylonka Nacidit-Perdomo, curadora de la muestra.
Montaje: Iris Viviana Pérez Romero (Iris Pérez), creadora, esteta y artista visual.
Manipulación de las imágenes: Amado Alexiss Santana Chalas.
Procesamiento y copiado en papel fotográfico: Pedro Farías-Nardi, Centro de la Imagen.
Enmarcado en pas part tout: Mildred Canahuate, Galería Arawak.
Lugar de exhibición: Sala de Tertulia, Biblioteca Nacional «Pedro Henríquez Ureña».