“El alma sólo es plenamente feliz cuando “se arroja en el desierto de la Divinidad, donde no hay modo ni imagen, cuando se pierde y se hunde en los desiertos”. Maestro Eckhart, Predigten (1857)

En 1965 Hilma Contreras realizó un viaje al Medio Oriente, al Líbano y a Jordania. De la milenaria Baalbek, en Líbano, han quedado como registro iconográfico estas fotografías del Templo de Júpiter donde cuatro gráciles de sus columnas fueron captadas por su mirada escudriñadora de esteta, y una panorámica de la antigua ciudadela, y de su viaje al Monte Nebo la imponente imagen que presentamos donde se observa a Hilma sentada (a la derecha, con pañoleta en la cabeza), y al dorso de la cual se lee autografiada por la autora la siguiente leyenda: “La Tierra Prometida” vista desde la cima donde murió Moisés”.

Desconozco la motivación de Hilma de cruzar el Mar Mediterráneo, y adentrarse en esos pueblos bíblicos, pero sí lo planeó un año después de su recorrido por Holanda, realizado cuando el Dr. José Puig Ortiz, luchador antitrujilllista, amigo de la familia y, contemporáneo de militancia de Contreras en la Unión Cívica Nacional (UCN) que lideraba Viriato Fiallo, presentó sus Cartas Credenciales en Ámsterdam, Holanda, ante el Reino de los Países Bajos, en abril de 1964.

Palacio Real. Presentación de Cartas Credenciales del Dr. Puig. Holanda, abril de 1964

Hilma no era en sentido estricto una practicante de la religión católica; no obstante ser educada en sus dogmas, se hacía muchas preguntas en torno a Dios. A veces, me asaltaba la idea   de que ella tenía ciertas batallas con Él, y que esperaba sus indulgencias; pero sí sabía relativamente que, Él era el legislador de nuestro destino, y que en ocasiones una no tiene el privilegio -para bien- de quebrar ese destino o huir del mismo. Ella apelaba a su misericordia, a su comprensión, y se apegaba a Él con virtud, pero sin dejar de interrogarlo fuertemente.

Cuando la dictadura lo cuestionó, y le preguntó si Él era inconmovible, si se había mudado de sitio, porque no escuchaba las plegarias de este pueblo en cautiverio. Su obra narrativa El ojo de Dios, Cuentos de la clandestinidad, publicado luego de ajusticiado el sátrapa, tiene pasajes de dolor que estremecen, donde Hilma se siente una prisionera sobrecogida, sin derecho a protestar, sin derecho a la palabra. Vivir, sobrevivir, bajo el dominio de una dictadura, le hizo pensar que realmente era un castigo que había caído sobre esta tierra.

Hilma Contreras llegó a decirme que el alma se le había secado de tanto llorar. Por eso, cuando solíamos conversar, su alma me parecía agreste, hecha de arenas de un desierto. La “espera” para que este pueblo expiara o pagara sus culpas, y que asumiera la responsabilidad de asesinar al tirano fue muy larga, así como ser testigos de que sus acólitos incondicionales cargaran su ataúd, le colocaran cuatro cirios en los extremos, se vistieran de negro, y fuera “honrosa” y “dignamente” sepultado, olvidando cómo el luto durante treinta y un años cubría a miles de familias, hijos de conocidos que caían en las manos del verdugo.

A cualquiera se le seca el alma subsistiendo en medio de una dictadura, y aunque la fe sea un refugio, una se hace víctima del pecado de la soberbia porque se quiere y desee la muerte del tirano, ya que la ira infla al odio, y se espera que alguien, finalmente, tome la sed de venganza colectiva para hacer justicia.

Quizás Hilma alcanzó a llegar hasta el monte Nebo, para tener la sensación plena de la libertad, y la convicción contundente de cuán largos fueron los caminos recorridos en la travesía en el desierto, por un pueblo que huyó de la esclavitud con la determinación de alcanzar la “Tierra Prometida”. Tal vez, ella tenía necesidad de perdonarse a sí misma por haber soportado la blasfemia de vivir en medio de la dictadura, y buscó cimentar su fe en el imperioso deseo de oír a la “Divinidad silenciosa”. Este fue el único viaje de Hilma al Oriente, y creo que le fue concedida la bienaventuranza plena de conocer la luz, desde ese monte donde no hay abismo eterno, sino eterna luz, esencia de la vida al través de la luz.

Ciudadela antigua en Baalbek.

Sé que ahora se puede creer como se puede dudar de la existencia de Dios, y que hay una extrema urgencia de enterrar a la Divinidad, porque la caverna humana es ahora más furiosa. Vivir en el mundo siempre es un desafío ante la facultad o no del ser humano de resistirse a la obediencia política o a la debilidad del espíritu ante la fe. No sé si es cierto que, estamos ante la antesala del espanto de la beligerante caída de todos los dogmas, porque no hay idealismo arraigado ni menos aun idealidad moral. La voluntad individual se deja excitar por el inmediatismo; el odio entre los pueblos, entre las civilizaciones, vence a la promesa de la eternidad. Los tormentos mayores del ser no son fortalecer su humanismo, ni soñar que una lluvia de flores exceda a su fantasía de hacer el milagro de que terminen los ultrajes en este mundo donde el horror que trae la violencia permea todo.

Contemplar al mundo -me digo- es una actitud primitiva; pensar en el mundo es algo abstracto, una hipérbole en estos tiempos. No dejo de leer, y volver a re-leer, al huésped del monasterio de Windesheim para recordar que la esfera celeste es energía.

No sé si Hilma, que era de espíritu sereno, de escasas palabras, que conocía de la pureza dogmática del cristianismo Pie Pelicane, Jesu domine, / Me immundum munda tuo sanguine, / Cuius una stilla salvum facere/ Totum mundum quit ab omni scelere [1], tal vez, buscó contemplar en el desierto inmensurable a la “Divinidad silenciosa”, ver su representación natural en la majestad de las montañas, oír la voz misteriosa que le habló a Moisés, desde la roca, teniendo solo como vestidura, en toda la extensión del desierto, a la luz desde lo alto del cielo, donde el viento reposa, donde se extasía el sol para que la imaginación mística abrase a las almas.

Hilma Contreras lo había leído con calma en la obra de J. Huizinga, El otoño de la Edad Media, que adquirió en diciembre de 1948: “A esta centella… (el alma, es decir, el núcleo místico del individuo) no le basta el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo, ni las tres personas, en tanto que cada una existe en su peculiaridad. En verdad digo que a esta misma luz no le basta la unidad de la fecunda especie de la divina Naturaleza. Aún diré algo más que aún suena más maravilloso: en verdad buena digo que a esta luz no le basta la simple e inmóvil esencia divina, que ni da, ni quita; más aún: quiere saber cuándo viene esta Esencia, quiere en el simple abismo, en el silencioso desierto, donde nunca se distingue nada, ni el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo; en la intimidad en que nadie mora, allí le basta a la luz y allí es más única que en sí misma; cuándo este abismo es un simple silencio inmóvil en sí mismo”. [2]

Hilma Contreras mirando hacia la Tierra Prometida desde la cima donde murió Moisés. Septiembre 1965.

Aquí está Hilma Contreras contemplando, pensando en el mundo, en septiembre de 1965, en el monte Nebo que los libros canónicos del judaísmo y del cristianismo señalan como el sitio de Jordania desde el cual el profeta israelita Moisés contempló la Tierra Prometida, antes de morir, luego de estar errante junto a su pueblo por cuarenta años en travesía en el desierto.

Esta experiencia de Hilma me ha hecho volver sobre uno de sus libros de cabecera, Imitación de Cristo de Kempis, para dejarle el mensaje de un fragmento de su oración “De la utilidad de la adversidades”: “Bueno es que algunas veces nos vengan cosas contrarias, porque muchas veces atraen el hombre al corazón para que se conozca desterrado y no ponga su esperanza en cosa del mundo. Bueno es que padezcamos a veces contradicciones y que sientan de nosotros malamente, aunque hagamos buenas obras y tengamos buena intención. Esto ayuda a la humanidad y nos defiende de la vanagloria”. [3]

Templo de Júpiter. Baalbek.

NOTAS

[1]Pío Pelícano, Señor Jesús, -Purifícame a mí impuro con tu sangre,-De la cual una sola gota salvar- Al mundo entero puede de todo crimen. [Santo Tomás de Aquino, Del himno Adoro te devote].

[2] J. Huizinga, El otoño de la Edad Media. 1ra. Edición (Artes Gráficas Bartolomé U. Chiesino: Buenos Aires, 1947): 314. [Traducción de J. Gaos].

[4] Tomás Kempis, Imitación de Cristo, 3ra. Edición (Editorial Hachette: Buenos Aires, 1945): 24.