“Ahora sí me voy, montado en tu silencio, atravesando las palmas que me sombrean el mundo. Ensillaré el caballo que derribó a mi abuelo, quien trató de escapar de los grilletes de la esclavitud. Ahora sí me voy, orillando los polos, el del Norte y del Sur, en un navío de árboles. Me iré en ese tren en el cual las miradas de quietos pasajeros te hacen sentir distinto. En una estrella nueva, prometo que me iré, adherido a su luz. En una embarcación iré, con su tanque de lastre librado de guardianes”.

MATEO MORRISON, fragmento del poema “Pasajero del aire”, 2010.

Mateo Morrison. Fotografía de José Rafael Sosa, 2015

Luego de leer una selección de poemas de la Antología poética de Mateo Morrison, no voy a escribir sobre su poesía amorosa ni sobre su vida cultural. Lo que quiero es compartir con ustedes, la confesión que Mateo hizo en 1983 en su libro Visiones del transeúnte, de que él: “Ha recobrado el derecho/ que tenemos a las intrascendencias, /a las pequeñas libertades”. [1].

No sabía que Mateo Morrison a los sesenta y ocho años quería tener una existencia intrascómica, que pretendiera cruzar los arcos del tiempo de manera vertiginosa, evocar a la roca viva del Dios Creador, no reposar ni un instante en el inmenso universo, ser un solitario viajero sin sosiego alguno, por los mundos que vendrán, por los que fueron, y aun se espera que sean.

Tampoco tenía noticias de que Mateo extendiera su imaginación en la ceremonia del sueño, menos aun que, el laberinto de los altos peñascos de la montaña lo transformaran en un ser mitológico, para viajar con la apariencia del viento y los ojos de un águila inquieta. Conocía de Mateo su empeño de labrar un lenguaje donde la memoria emergiera de un panteón de leyendas, que flanqueara a las orillas donde las aguas se entrelazan para hacer plegarias sobre pétalos de rosas que traen el amor, al confesar en su largo poema “Pasajero del aire” que:

“Porque no puedo ser solamente una estatua que respira. […] En el sonido de una voz que reconozca la mía. Detrás de una sonrisa que interrumpa este sueño. Aseguro que me iré a través de todas las experiencias amatorias”. [2]

Portada de la Antología Poética de Mateo Morrison. Ilustración de Juan Mayí. Editora Búho, 2015

Al leer algunos de sus poemas incluidos en esta Antología, el poeta ha logrado que yo, humilde mortal a la cual no ha invitado a irse “En la última nave enviada al Sol…”, me convenza de que, la naturaleza de las cosas es el rastro de las curvas del círculo, puesto que se guarda en la palpitación de lo lírico, en la viveza desnuda.

Para custodiar la viveza desnuda del mundo y de las cosas, la humanidad buscó por doquier a los oficiantes de las danza y a los poetas, porque no podían ser solo ángeles y demonios sus custodios, sino otros de piel y huesos; otros, que alumbraban a la existencia de conjunciones en el crepúsculo y en el mediodía.

Mateo aparenta ser uno de ellos, de esos oficiantes de piel y huesos, porque ante la complejidad del sueño de la gracia divina del Creador, cuando desde el cielo se engendrarían a los mensajeros de sus deseos, porque sus párpados ya empezaban a estar cansados, el Creador convino con la luz que era necesario crear los símbolos de los dramas, porque el origen debía poseer trascendencia, ya que la confrontación de los siglos sólo tendría por rostros los de los jinetes de la palabra.

Mateo también aparenta ser uno de esos jinetes de la palabra, porque su deseo de poeta, de tener una existencia intrascómica, me ha sorprendido. Ese afán que él tiene ahora, de gravitar, de flotar, de viajar como existencia intrascómica es lo que tenemos pendiente descifrar en la lectura de su obra, puesto que la mortalidad, y creo que Mateo lo recuerda, es un lastre de la finitud.

Le he dicho a Mateo, que nadie adviene a este mundo a encontrar una promesa de lo esperado, sino una promesa de un futuro, y un círculo donde somos itinerantes emigrantes. La gran verdad no existe ni se ha escrito, es aun imprevisible, y está a merced del rayo que es fuego súbito. Recordémoslo: Habitantes del tiempo somos, y, a veces, caligrafía de la nada o lo que fluye de las deidades que arrebató al éxtasis el rito del cautivador de los sentidos.

Virgilio Díaz Grulllón, Mateo Morrison y Juan Francisco Jiménez. Archivo de la Voz de la UASD.

Mateo ha dicho en el poema “Tempestad del silencio” que: “El odio y el amor cambiaron de lugar, pero no de intensidad. Sobre el azar renace el vacío y una línea se aleja de su huella. / El día y la noche harán su mudanza sin ser medidos por un reloj. Al lado los perros contemplan la forma en que los humanos hacen el amor. / […] Desde mi dolor callejero construyo una luz que también piensa.” [3]

Mateo desde el aire, viajando por el aire, o desde las alturas de diez mil o treinta y mil pies de altura, se asume como parte de una dinastía cósmica; él hace el milagro -entiendo- de ser un ave en pleno vuelo, y fluctúa en las flamígeras partículas cósmicas.

También le he manifestado a Mateo que, días hemos tenido que desde las alturas, desde lo que llamamos convencionalmente cielo, vemos archipiélagos de tierras, pero desconocemos a sus habitantes. No obstante, creo que cuando se asciende al cielo, a la primera capa de la atmosfera terrestre, estamos ante las fuerzas imprevisibles de lo que es, de lo que rige al Universo conocido, ya que elevados al aire penetramos a la luz, a la multitud de formas que asumen las nubes que percibimos en sus virtudes inéditas en el firmamento. Desde allí se va conocimiento la particular idiosincrasia de lo que extrañamente se convierte en convivencia nuestra. Lo único que no vemos son las cenizas en que se proyectarán nuestras vidas ni las envestidas de la nada ante la luna llena, porque los pliegues del tiempo son discontinuos y misteriosos: los apresan las fauces de lo inmanente, los apresan las insólitas yuxtaposiciones del estallido de la gravedad.

El poeta Federico Jóvine Bermudez.

Entiendo que, aunque Mateo no quiera confesarlo nunca: La facultad de nombrar a él, al poeta, le vino de su vigilia que agrietó el rostro de Dios, cuando el vacío no satisfizo a la memorable creación, y todo lo oscuro se hizo arco iris, un nuevo elemento oscilante, y aluvión de agitadas líneas. Todo, desde entonces, creo y siento, y su obra poética en el apartado de “Textos innombrados” me lo confirma, es una sombra que se llama recuerdo, parecer, memoria o misterio; un arcano de proximidad al resplandor.

Lo que cuenta Mateo en su largo poema “Pasajero del aire”, y en su viaje por el firmamento, es un prolífico testamento de todos los tiempos, algo soberbio, dilatado, inspirado, que se cierne como una tormenta sobre los árboles, que se compone de paisajes donde se confundieron las vidas con los follajes del silencio. El poeta en este texto le da una identidad a lo que quiere encarnar, en ese periplo que lleva por las tribus, por tribales asentamientos, por antiguas poblaciones de bárbaros, o civilizaciones olvidadas donde el éxito de la caza de los animales salvajes se medía por los colmillos de las bestias coleccionados.

El poeta sabe que no serán el jaguar ni la serpiente sus maestros, sino la figura humana que encuentre con los brazos alzados a su llegada o con los brazos cruzados a la espera de las formas que tome su aliento o hálito en las vasijas. El poeta Morrison sólo olvidó en su viaje el estremecimiento de la tierra por los sismos, pero no olvidó las garras que el tambor anuncia a los guerreros ni escapó su ojo a los promontorios sitiados por quienes no calzan sandalias ni traen espinas de los cactus. Puesto que,  como él confesó en su poema “Evasión”, la evasión es “No participar en las batallas de la tierra/ irse al mar y dejar que él sueñe por nosotros/ en su profundo meditar cargado de milenios”. [4]

Es por esto que, Mateo grabó, en Pasajero del aire, un mundo que no pertenece solo a los hombres, ni solo a aquellos hombres regidos desde las torres por la opresión, donde celebran la grandeza de sus victorias; donde los rostros se aglutinan para acordar la crueldad de las guerras. Entonces el poeta Morrison como los demás habitantes de la tierra, en su viaje por el firmamento, creyó las señales de los dioses y la belleza de sus espléndidos templos.

Mateo Morrison. Discurso de gracias al recibir el Premio Nacional de Literatura. Teatro Nacional

“Pasajero del aire” es el testamento de la intensidad de la visión del poeta, de todo lo que transcurrió en dos milenios, exactamente, en los dos milenios que alcanza Occidente, cuando los corazones humanos ahora son los que tienen colmillos y garras.

Este testamento supremo de Mateo es un legado que trasciende a las conjeturas del poeta de cómo él jura que hará el viaje. Es su calendario de arcilla, acabado y completo, donde los conjurantes de la palabra con consternación expresan lo que sufren y han sufrido dejando en las mejillas las grietas de su última caída. Este testamento introspectivo es la agonía de la vida proclamada, observada como una explosión de los contrarios, asumida desde la razón y desde el dolor, añorando el poeta que surja una existencia distinta intrascómica, donde los dioses no sean víctimas de su propia carne, y del destello de sus armaduras de inmortales.

Mateo se ha hecho con este poema, un habitante visionario de la tierra, un escultor absorto de la magnificencia frugal de las cosas. Esculpió un largo canto que se hace pintura pavorosa, alerta, esbozo de los signos cósmicos y ultra terrenales. Nos muestra al mundo, y los que somos, viviendo en el mundo con sus pupilas dilatadas por la madurez de su canto.

Ya Mateo no es sólo un hombre de poemas amorosos y subversivos. Ha completado su ciclo de vigilante del destino. Esta es su magna obra: recobrar para el mythos cómo se puede recobrar la libertad siendo un viajero del aire, siendo un fugitivo de la realidad, de la divina summa de lo que acontece al momento de ir a la presencia eterna.

Desde el cielo, en contrapunto, Mateo contempló la obra del ser y de la naturaleza, y la sintió profundamente con consternación. No dejó de protestar ni de afligirse ante el horror de la muerte de los condenados por las venganzas que trae el fuego. Por eso, anteriormente había escrito en “Textos innombrados”: “La posibilidad de mi holocausto particular. / La mirada que exhibes cada mañana forzando/ a refugiarse en la quietud. / ¿No son suficientes para detener tus asedios a mi sombra?” [5]. Y, “He aquí donde están colocadas las criaturas/ que van a ser estatuas. / Entre tallados sin sudores/ y sin nada que circule por sus venas. / Ya están listas lejos de las ciudades donde deambulan/ tantos seres anónimos que nunca serán esfinges”. [6]

Mateo Morrison

Mateo cree que se ha perdido la humanidad, que no hay respuestas ante la impiedad y el abismo que trae el odio, por eso jura que se irá,   sin ser coronado por guirnaldas o ramos de olivos, luego de pasar de manera errante por lugares donde la miseria duerme con la boca abierta.

Cuando Mateo esté anciano, y ya no sea el joven hermoso que lleva en su alma, lo escucharemos otra vez leer con voz ronca de memoria su “Pasajero del aire”, para que no se olvide que él escribió un dramático poema cósmico, memorable, para que sea la oración litúrgica de los que no quieren el castigo del encierro de su palabra y libertad.

Y, más aun, como ha escrito en el poema “La ciudad no perdona el desafío de sus luces” dedicado a su fraternal amigo Federico Jovine Bermúdez: “Las mariposas/ que murieron envenenadas en la ciudad/ bebieron de sus aires y sus ruidos/ se dejaron atraer por las luces potentes/ cayeron derrumbadas en el pavimento”. [7]

Al leer la obra poética de Mateo Morrison, ahora que los dos somos habitantes del siglo XXI, luego de conocernos en el siglo XX, en 1983, justo en el año en que presentó su libro Visiones del transeúnte, compruebo cómo de ser un poeta lírico, ahora él es un poeta épico, y que quizás lo ha sido siempre.

Entiendo que, el poeta épico es un castigador de los contrarios; representa   esa excesiva condición mitológica del arquetipo del héroe. Hace que el hombre se enfrente a los extremos, que rapte las fuerzas de la naturaleza, que lo puro se haga absoluto y  un principio eterno. El poeta épico tiene una ambición: hacer del mito un rito, un tipo de epopeya donde los mortales dejen caer sus máscaras de monstruos, y den a Dios el encargo de regresar a la tierra. Orillar sobre este mito, que no es un ideal lejano y no es una excusa para vincular a la literatura a la historia,  es lo que pocos autores contemporáneos de este siglo pueden pretender logar a través del logos.

No obstante, sucede que, el poeta épico se deja sitiar por el poeta lírico; se deja halar por el viento, por los destrozos y despojos que quedan de las ruinas de los mortales; se acerca a lo que pudieran ser las conjeturas; escucha los ruegos llegados desde el alba, y decide su fortuna de arrebatarle a la furia las gaviotas que vienen a contar lo acontecido antes. Estar ahí, en el momento exacto, cuando la metáfora se preña de la luz para compartir los duelos del sueño, es lo que hace el poeta que abre las prisiones donde quedaron las almas irredentas.

Mateo Morrison, Ylonka Nacidit-Perdomo y Tony Raful. Biblioteca Nacional, 2015. Fotografía de José Rafael Sosa.

Es por esto, que Mateo ha dicho que: “La ciudad es sólo/ el inicio de un árbol” [8], ya que ante “Decenas de miles de sonrisas/ y las últimas contradicciones/ que dan paso a la tristeza/ no hacemos nada con nuestra soledad”, [9] porque “Los ojos que insertaste en las paredes/ no ven más que a las paredes mismas”. [10]

Para concluir Mateo Morrison su testamento de poeta épico y lírico, con esta frase inmortal: “Vivo aquí donde fallece el viento. / Muero para renacer/ tal vez/ en tu memoria.” Señalando: “¿Qué piedras buscar para convertirlas en un lugar donde/ habite un poeta?”.

Y confesar finalmente, como un Pasajero del aire, que: “[…] cumpliré mi castigo por violentar las leyes del tiempo y del espacio”, y “conoceré a todos los que han hallado el laural y la muerte”. [11]

NOTAS

[1] Antología poética de Mateo Morrison (Santo Domingo: Editora Búho, 2015): 27

[2] Ibídem, 229

[3] Ibídem, 263

[4] Ibídem, 49

[5] Ibídem, Fragmento 3, 271

[6] Ibídem, Fragmento 4, 272

[7] Ibídem, 39

[8] Ibídem, 32

[9] Ibídem, 36

[10] Ibídem, Fragmento 5, 273

[11] Ibídem, 227