Desde que Heráclito propuso la conocidísima tesis “todo es cambio”, el pensamiento occidental no ha salido de la perplejidad: si todo cambia, es porque todo se desvanece y nada permanece. Sin embargo, al margen de esta verdad aparentemente insoslayable hay filósofos que la niegan para argumentar en favor de lo estático y lo eterno.

El “nada permanece”, parece someter a nuestra civilización a una relatividad viva y ardiente, cual llama que todo lo convierte en cenizas. El cambio y el deterioro, parecen ser los signos de nuestros tiempos. Cifras que consumen nuestra época posmoderna.

El intercambio simbólico que se produce hace navegar la sociedad entre lo real y lo virtual.

Pero también, es el discurso de los embaucadores. Aquellos que prometen un “cambio necesario” y que al final no es tal. Una especie de “gatopardismo” disfrazado que se resume en cambiarlo todo, para que nada cambie. Para que todo siga igual. El cambio se ha convertido en una ideología más, como las promesas de las dictaduras o totalitarismos políticos que cacarean un eterno bienestar social o una ideología de progreso que al final, en su nombre, termina engullendo a la humanidad hasta destruirla.

Pero no echemos culpa a los políticos. También a como se ha configurado nuestra época. Esa rapidez que percibimos; esos cambios bruscos, si bien favorables, producen también una percepción de que todo queda en ruinas. Que todo se menoscaba. Y esa misma percepción provoca en nosotros una conciencia del deterioro que cada vez más se incrementa, asociándolas a imágenes del pasado.

Aquí ocurre una extraña paradoja. Ya no hay necesidad del cambio, porque todo está cambiado y sigue en cambio todavía. La mente humana no está condicionada para digerir lo imprevisible o asimilar demasiados desafíos. Ese constante fluir del “cambio que cambia” hace que nuestras estructuras mentales se acoplen a lo presente, a la presencialidad pura que nos mantienen en estado de excitación o expectación constante.

Todas estas vivencias experimentadas hacen difusas las imágenes del desarrollo sostenible o al discurso de la sostenibilidad.  Es como si viviéramos en medio de un festín de imágenes contradictorias: si por un lado se promete una sociedad tecnológica, de la información, de un nuevo modelo educativo; por otra, seguimos hablando de brecha digital o tecnológica. De poco acceso a los datos, de desigualdades en la distribución de riquezas. Muchos medios de comunicación y redes sociales son corresponsables de promover el mito del cambio y otras veces parece que ciertas realidades lo desmitifican.

El márquetin del actual “mito del desarrollo”, está amparado en la idea de una sociedad del conocimiento. Estos discursos funcionan como los impulsores y multiplicadores más potentes del “cambio social” o así hacen que se perciba. Esos discursos, son los primordiales proveedores de narrativas míticas acerca del cambio.

Aquí, medios de comunicación y mitos sociales interactúan a través de la amplia producción de imágenes que hablan de la transformación. El intercambio simbólico que se produce hace navegar la sociedad entre lo real y lo virtual. Y el discurso de lo virtual, y del llamado cibermundo, muchas veces es inflado. Sobresaltado como único universo posible que nos queda. Más enfocado en hablar de un proceso que de proponer una verdadera innovación social de lo humano.