Durante aquella guerra que llamamos de la Independencia, los españoles obtuvimos dos reconocimientos internacionales: se nos concedió la creación de la guerra de guerrillas y el triste honor de inventar los campos de concentración.
En la isla de Cabrera fueron internados, y dejados casi a su suerte, 14.000 soldados franceses y españoles afrancesados, capturados en la batalla de Bailen, de los que únicamente sobrevivieron unos 2.000. Las relaciones francesas publicadas poco después ofrecen descripciones que no dejan de traernos a la mente imágenes más modernas de los campos nazis. Fernández Santos se atrevió en una novela poco recordada. Cabrera (1981), a aproximarse a ese horror ante el que nada puede justificarnos como pueblo, y del que los dibujos goyescos de "Los desastres de la guerra” traen la crueldad del odio; pero sigue siendo la única obra literaria en ocuparse.
Jung entendía la literatura como uno de los medios a través de los cuales se manifiesta el inconsciente colectivo. No deja de resultar preocupante que no hayan sentido los escritores españoles, desde entonces, necesidad alguna de liberar la conciencia histórica de aquella época y que siempre los malos hayan sido para nosotros los franceses, como en La guerrilla, una obra teatral de Azorín. No se puede vivir sólo de la memoria, pero tampoco es posible vivir sin memoria. La memoria no la constituyen únicamente los datos, sino la forma de vivir los hechos, la conciencia de un modo de vida y unos valores asumidos como pueblo.
Una literatura que pueda exorcizar a la sociedad del mal y del horror, explicar lo que podemos ser capaces de hacer
Carecemos de una literatura que nos cuente cómo fueron las hambres, los fusilamientos, el miedo o los campos de concentración para represaliados por el franquismo. En España y en diversos países latinoamericanos no tuvimos Vernichtungslager (campos de exterminio), pero sí Arbeitslager (campos de trabajo) o simplemente de reclusión y tortura. Utilicemos la denominación alemana para hablar de ellos y, tal vez, seremos más conscientes de nuestra historia. Las novelas de Jorge Semprún llevaron al lector español una realidad quien no había pensado que le afectara tan de lleno. Los argentinos y los chilenos han elaborado una literatura de la represión, de sus campos de reclusión. Pero hay también batallones de la muerte, paramilitares, guerrillas crueles, emboscados, secuestrados, mafias, traficantes… Fabio Martínez, en Marea de sombras (2017) se ha atrevido a retratar, cruel y mágicamente, la sociedad del litoral colombiano del Pacífico. Está el terreno preparado para que surja decididamente una literatura del mal.
Con frialdad, sin apasionamiento, Wolfgang Sofsky destacó cómo los relatos literarios sobre los campos nazis aportaban la descripción de elementos cotidianos que no interesan a los historiadores y por eso resultan imprescindibles. Es el momento, pasadas las veleidades postmodernas, de una literatura que importe no sólo desde el punto de vista histórico, sociológico, filosófico o lúdico, sino como expresión del sentimiento vital personal fuera de toda consigna política. Así es cómo pretendía entenderla Walter Muschg en su famosa Historia trágica de la literatura. Una literatura que pueda exorcizar a la sociedad del mal y del horror, explicar lo que podemos ser capaces de hacer, cómo incluso intelectuales de valía han llegado a justificar lo que consideran tan sólo un mal menor o colateral: recordemos de qué modo el individuo se degrada para degradar. Una literatura que, sin dejar de serlo, sea un ajuste de cuentas con nuestra propia sociedad.