SANTIAGO, República Dominicana.- Tanto sus obras como su personalidad resultan interesantes, atrayentes. Sus inquietudes artísticas y sociales se traducen en una línea temática que revela el gran trabajador y el persistente soñador que en su constante sonrisa nos lo dice todo.
Gutiérrez, nos llamamos por nuestros apellidos, es sin dudas uno de los más destacados miembros de su generación, tanto por su talento creativo, la pasión con la que trabaja, el volumen de su producción de obras, así como el discreto liderazgo generacional que le ha sido dado por sus compañeros y que ejerce con humildad: siempre tiene un proyecto en el que involucra a los demás, un gestor cultural de la estirpe romántica que se encuentra en peligrosa extinción.
Formado en la Escuela de Bellas Artes y egresado de la Escuela de Diseño de Altos de Chavón, estuvo asociado como docente a la Escuela de Arquitectura de la Pontificia Universidad Madre y Maestra (PUCMM). Obtuvo premios en el Concurso de Arte Joven de Helvetas (su obra denuncia sobre la contaminación medioambiental “¿Dónde jugarán los peces?”, llamó la atención de la crítica de manera positiva) y el de carteles del Festival Internacional de Cultura ArteVivo. Ha mantenido una permanente participación en colectivas tanto en el país como en Estados Unidos, Puerto Rico y Venezuela. Se destacó en la muestra Duarte 2020 por un trabajo en que recreaba el rostro del patricio en base a la letra “a”.
Presentó su primera exposición de manera individual en un ya lejano 1995, la llamó “Reminiscencias de mi pueblo” y la influencia de extrañar campiña cibaeña natal, abandonada para cursar sus estudios en la región Este del país, hizo que unas mujeres de cuello largo se refugiaran bajo sombrillas de la tenue, pero persistente, lluvia de nostalgias.
Vendría una segunda individual en el año 2000, ahora las raíces estallarían en luz y unos medallones se alzarían con el asombro. Se sumaron dos más, una en la ciudad de La Vega y otra en el paraninfo de arquitectura de la PUCMM.
Llegaría el turno de las greñudas, de nuevo la mujer: de aquellas recreadas en color negro pero de siluetas caucásicas devino una dama afro, una mujer-Caribe que se eleva sobre el color para arrebatarlo todo en una exposición libertaria de identidad que denominó “Miradas y esencias” (2016).
Caseríos. Rostros. Paisajes. Críticas. Denuncias. Pausas.
Ahora detiene su camino en “Desacatos” que en este 2021 se hará itinerante según los planes del artista.
Una factura más depurada y la madurez que revela los años de permanente ejercicio pictórico. El neoexpresionismo de este santiaguero dialoga con la abstracción.
Son obras producidas en la cuarentena que ha encerrado al planeta y que en el mundo de Gutiérrez rompe el claustro en una búsqueda de paisajes interiores, que estallan en las montañas de la cordillera, las vegas cibaeñas o en la memoria de un ojo que ha viajado el mundo recogiendo instantes, a veces tomado de la mano de un Van Gogh demasiado terco que termina convertido en viento.
Desacatos invita a la libertad y tal como la enseña la ética filosófica, es inherente al humano. De eso han venido a hablarnos unos rostros que se asoman desde la naturaleza con otros colores del Caribe. El ritmo de un viejo que peina las montañas, la experiencia del aire no contaminado que un visitante citadino se lleva en sus adentros. El paisaje lo seduce en cuando se adentra, un intruso que llega para robar matices.
Mucha luz y mucha hierba, y no las hojas que Whitman esparció, estas permanecen en constante movimiento, alegoría de la vida que el vate norteamericano jamás comprendería.
La muestra es importante porque es arte de y post pandemia. Es lo que nos vamos revelando luego de un encierro físico demasiado largo para una generación que ha tenido demasiada libertad. ¿Demasiada? ¿Libertad?
Algunas respuestas vienen rotas. Otras vienen como “Aire puro para exportar”: una lata que se lleva parte de la memoria de la montaña.
Juan Gutiérrez, con su gracia y talento, ha venido a recoger paradigmas y lejanías de estos últimos meses. Las angustias superadas bajo un cielo que se viste de montaña en azules y verdes, en un sol de amarillos tostados que no se define si es la mañana o atardecer, a fin de cuentas, lo mismo da: el tiempo no cuenta cuando el desacato es una necesidad humana, el ejercicio de la irreverencia a todo lo imperfecto de la vida.