Ahora, cuando la literatura y el cine que se escribe o se hace —sobre todo en los países de lengua románica o latina— son tan superficiales (tan light, según se dice ahora con un barbarismo) y tan planos, no está de más recordar a aquel realizador soviético que en gran medida inventó el lenguaje fílmico.

Eisenstein niño con sus padres.

Porque si el norteamericano David Wark Griffith (1875-1948), el autor de El nacimiento de una nación o de Intolerancia, creó la sintaxis cinematográfica, el ruso de Letonia Serguéi Mijáilovich Eisenstein (1898-1948), el autor de El acorazado Potemkin o de Iván el Terrible, inventó la organización interna del plano y el montaje. Ambos habían nacido un 22 de enero, aunque el primero era bastante mayor, y ambos murieron el mismo año. El americano era racista, conservador y políticamente reaccionario. El europeo fue un revolucionario convencido y se integró pronto en el movimiento soviético. Griffith era hijo de un oficial confederado, pertenecía a una familia sureña encerrada en las formalidades de los hacendados  y se instruyó en la lectura diaria y continua de la Biblia. Eisenstein, hijo de un famoso arquitecto modernista (cuyos edificios puede el viajero admirar paseando por Riga), se educa en la cosmopolita San Petersburgo, aprende idiomas —incluso japonés—, dirige teatro, pinta y aparece como un intelectual de la modernidad.

Dos personalidades tan distintas fueron capaces de inventar el cine como lenguaje narrativo Cada uno, claro es, desde sus preocupaciones. A Griffith le interesaba la cáscara y desde ella buscaba el fruto, podríamos decir que le importaba más la letra que el espíritu, los modos que la sinceridad, el instante más que la vida. Como escribió por aquellos años el poeta Manuel Machado, prefería “la agilidad, el tino, la gracia, la destreza, / más que la voluntad, la fuerza, la grandeza”, y su “deseo primero hubiera sido ser un buen banderillero”, es decir, frente a la continuidad del diálogo con el toro, el arte del efecto y del instante.

Un matador completo hubiera sido Eisenstein. Su trabajo lento, sosegado, interior, valiente, jugándosela en cada pase, buscando un discurso unitario y comprensivo, prefiriendo, más que mostrar los hechos, expresar un modo de pensar.  El 12 de octubre de 1927 escribió en su cuaderno de notas: “Decidido, vamos a rodar El Capital, desde el texto de K. Marx”. No se trataba de seleccionar fragmentos de la monumental obra de economía política y de ilustrarlo, sino de conseguir un cine ensayístico que expresara el métodos marxista, de tal manera que se comprendiera dialécticamente o aprendiera a hacerlo, pero sin escapar como autor de la necesidad de “enganchar” al espectador. Algo así como la máxima clásica de enseñar deleitando. Intelecto y emoción.

Sé bien que los jóvenes huyen hoy del cine en blanco y negro y, más aún, del cine mudo. Pero no puede despreciarse la historia y debe enseñárseles cómo es la cultura y cómo va haciéndose día a día. La televisión ha ocupado territorios que antes colonizaba el cine. La recepción en casa, con luz, interrumpida continuamente por distintos focos de atención, donde y cuando todo se pliega a nosotros y no exige esfuerzo alguno, ha recluido al cine, precisamente, a aquel espacio al que Eisenstein aspiraba llegar con su proyecto frustrado de rodar El capital (¿hubiera podido planteárselo con la Crítica de la razón pura, de Kant?), al territorio del lenguaje reflexivo, interrogante, que se enfrenta minuto a minuto con la vida y —como el torero— con la muerte. El capital de la razón y la inteligencia.